jueves, 7 de enero de 2016

Un niño de 9 años viaja de Sacedón a Valencia para ver el mar

Paseo con J.C. por los alrededores del castillo de Bellver. Mira el mar con atención: la bahía de Palma, que hoy está coronada de nubes bajas y de bruma; el puerto, que tiene un nuevo pantalán; la ciudad, que se extiende en abanico. Palma ha crecido mucho, me dice, desde que vine aquí a finales de los sesenta. A mí me gusta mucho el mar. Lo vi por primera vez gracias a mi abuelo. Tenía sólo 9 años. Fuimos de Sacedón a Valencia en tren, a las Fallas. Quedé maravillado, y desde entonces el mar ha tenido una gran importancia para mí. 

Los que hemos nacido cerca del mar no somos conscientes de lo que significa. Quizás sea como un desierto, o como una gran llanura que llega a un horizonte indeterminado. Así que la experiencia de verlo por primera vez debe de ser muy importante para alguien que crece tierra adentro. Un niño de nueve años y su abuelo viajando en tren desde Sacedón a Valencia a finales de los años cuarenta debió de ser para ellos dos una experiencia inolvidable.

Y sin embargo, incluso para aquellos que como yo nacimos en una isla, el mar pudo ser un paisaje lejano, una franja que cambiaba de color durante todo el día. Al ir a la Escuela, a pie o en bicicleta, aquella franja azul que se veía a lo lejos formaba parte de mi vida tan sólo como un horizonte. Sólo fui unas cuantas veces al mar, en excursiones organizadas por el cura, o por el maestro. El mar era el mar de Simbad el Marino.

Ahora todo es más fácil. Pero me ha quedado una especie de pudor al mar, una preferencia por verlo de lejos, o por lo menos desde las rocas, a primera hora de la mañana o al atardecer, o desde un bosque.

Motivo: J.C. me cuenta su primer viaje al mar, a los 9 años, cuando lo llevó su abuelo a Valencia.