sábado, 23 de enero de 2016

"La gran apuesta"


Pueden reproducirse en cualquier momento: el desorden, la indiferencia, la informe vanidad, la disposición a moverse

sin motivo alguno, las subidas y bajadas de la bolsa, las jugarretas de esos listos de Wall Street, que saben

tanto de tan poco: se puede repetir cualquier suceso, con ligeras variaciones, y alguien se pondrá contento

por el dinero ganado a costa de los pobres, o de la pobre clase media, o de los que creen tener y están saturados

de tanto absorber medias verdades, la perversidad del lenguaje que se corrompe por los motivos sabidos

desde hace tiempo: ya no es la duda, patrimonio de buscadores, sino el mísero deseo de todo lo existente,

que parece inagotable, a costa de la exigua realidad que se acerca a cada uno de nosotros con indolencia

irremediable, con esa justificación que a fuerza de repetirse se ha convertido en un filón injustificable

que sólo sirve para que sintamos vergüenza ajena, esa vergüenza súbita que nos retrotrae a los orígenes

de la imbecilidad humana, tanto tiempo entre paréntesis de niebla y de pronto estalla en círculos concéntricos,
que no se agotan nunca, raíles que sirven tanto a unos como a otros: la vocación imperial del Dinero para esnifar

Dinero, para atragantarse con los excrementos de la desigualdad, que están a nuestro alcance y que no osamos
presentar más que en powerpoint o en esos comentarios  cortitos de twitter, parecidos a grageas para la tos
y que sólo producen más tos, y más imbecilidad, mientras se desvanecen los recursos de La Tierra, y las últimas
generaciones de homínidos se dedican a ofrecer dinero al dios Dinero,

grotescamente.



(Después de ver La gran apuesta, de Adam McKay, y con ganas de leer el libro de Michael Lewis en que se basa)