Pueden
reproducirse en cualquier momento: el desorden, la indiferencia, la informe vanidad, la
disposición a moverse
sin
motivo alguno, las subidas y bajadas de la bolsa, las jugarretas de esos listos de
Wall Street, que saben
tanto
de tan poco: se puede repetir cualquier suceso, con ligeras variaciones, y
alguien se pondrá contento
por
el dinero ganado a costa de los pobres, o de la pobre clase media, o de los que
creen tener y están saturados
de
tanto absorber medias verdades, la perversidad del lenguaje que se corrompe por
los motivos sabidos
desde
hace tiempo: ya no es la duda, patrimonio de buscadores, sino el mísero deseo
de todo lo existente,
que
parece inagotable, a costa de la exigua realidad que se acerca a cada uno de
nosotros con indolencia
irremediable,
con esa justificación que a fuerza de repetirse se ha convertido en un filón
injustificable
que
sólo sirve para que sintamos vergüenza ajena, esa vergüenza súbita que nos
retrotrae a los orígenes
de
la imbecilidad humana, tanto tiempo entre paréntesis de niebla y de pronto estalla en
círculos concéntricos,
que no se agotan nunca, raíles que sirven tanto a unos como a otros: la
vocación imperial del Dinero para esnifar
Dinero, para atragantarse con los excrementos de la
desigualdad, que están a
nuestro alcance y que no osamos
presentar más que en powerpoint o en esos
comentarios cortitos
de twitter, parecidos a grageas para la tos
y que sólo producen más tos, y más
imbecilidad, mientras
se desvanecen los recursos de La Tierra, y las últimas
generaciones de
homínidos se dedican a
ofrecer dinero al dios Dinero,
grotescamente.
(Después
de ver La gran apuesta, de Adam McKay, y con ganas de leer el libro de Michael
Lewis en que se basa)