jueves, 19 de febrero de 2015

Oliver Sacks

Oliver Sacks ha anunciado que dentro de poco va a morir, debido a un cáncer. Lo ha comunicado en un artículo, en un tono exento de dramatismo, agradeciendo a la vida lo que le ha dado. Cuando cumplió 80 años publicó un artículo maravilloso, titulado 'Al cumplir los 80', que leí en El País, y que ahora recuerdo.

Al cumplir los 80
 Oliver Sacks
Anoche soñé con el mercurio: enormes y relucientes glóbulos de azogue que subían y bajaban. El mercurio es el elemento número 80, y mi sueño fue un recordatorio de que muy pronto los años que iba a cumplir también serían 80. Desde que era un niño, cuando conocí los números atómicos, para mí los elementos de la tabla periódica y los cumpleaños han estado entrelazados. A los 11 años podía decir: “soy sodio” (elemento 11), y cuando tuve 79 años, fui oro. Hace unos años, cuando le di a un amigo una botella de mercurio por su 80º cumpleaños (una botella especial que no podía tener fugas ni romperse) me miró de una forma peculiar, pero más adelante me envió una carta encantadora en la que bromeaba: “tomo un poquito todas las mañanas, por salud”.
¡80 años! Casi no me lo creo. Muchas veces tengo la sensación de que la vida está a punto de empezar, para en seguida darme cuenta de que casi ha terminado. Mi madre era la decimosexta de 18 niños; yo fui el más joven de sus cuatro hijos, y casi el más joven del vasto número de primos de su lado de su familia. Siempre fui el más joven de mi clase en el instituto. He mantenido esta sensación de ser siempre el más joven, aunque ahora mismo ya soy prácticamente la persona más vieja que conozco.
A los 41 años pensé que me moriría: tuve una mala caída y me rompí una pierna haciendo a solas montañismo. Me entablillé la pierna lo mejor que pude y empecé a descender la montaña torpemente, ayudándome solo de los brazos. En las largas horas que siguieron me asaltaron los recuerdos, tanto los buenos como los malos. La mayoría surgían de la gratitud: gratitud por lo que me habían dado otros, y también gratitud por haber sido capaz de devolver algo (el año anterior se había publicado Despertares).
A los 80 años, con un puñado de problemas médicos y quirúrgicos, aunque ninguno de ellos vaya a incapacitarme. Me siento contento de estar vivo: “¡Me alegro de no estar muerto!”. Es una frase que se me escapa cuando hace un día perfecto. (Esto lo cuento como contraste a una anécdota que me contó un amigo. Paseando por París con Samuel Beckett durante una perfecta mañana de primavera, le dijo: “¿Un día como este no hace que le alegre estar vivo?”. A lo que Beckett respondió: “Yo no diría tanto”). Me siento agradecido por haber experimentado muchas cosas –algunas maravillosas, otras horribles— y por haber sido capaz de escribir una docena de libros, por haber recibido innumerables cartas de amigos, colegas, y lectores, y por disfrutar de mantener lo que Nathaniel Hawthorne llamaba “relaciones con el mundo”.
Siento haber perdido (y seguir perdiendo) tanto tiempo; siento ser tan angustiosamente tímido a los 80 como lo era a los 20; siento no hablar más idiomas que mi lengua materna, y no haber viajado ni haber experimentado otras culturas más ampliamente.
Siento que debería estar intentado completar mi vida, signifique lo que signifique eso de “completar una vida”. Algunos de mis pacientes, con 90 o 100 años, entonan el nunc dimittis —“He tenido una vida plena, y ahora estoy listo para irme”—. Para algunos de ellos, esto significa irse al cielo, y siempre es el cielo y no el infierno, aunque tanto a Samuel Johnson como a Boswell les estremecía la idea de ir al infierno, y se enfurecían con Hume, que no creía en tales cosas. Yo no tengo ninguna fe en (ni deseo de) una existencia posmortem, más allá de la que tendré en los recuerdos de mis amigos, y en la esperanza de que algunos de mis libros sigan “hablando” con la gente después de mi muerte.
Las reacciones se han vuelto más lentas pero, con todo, uno se encuentra lleno de vida
El poeta W. H. Auden decía a menudo que pensaba vivir hasta los 80 y luego “marcharse con viento fresco” (vivió solo hasta los 67). Aunque han pasado 49 años desde su muerte yo sueño a menudo con él, de la misma manera que sueño con Luria, y con mis padres y con antiguos pacientes. Todos se fueron hace ya mucho tiempo, pero los quise y fueron importantes en mi vida.
A los 80 se cierne sobre uno el espectro de la demencia o del infarto. Un tercio de mis contemporáneos están muertos, y muchos más se ven atrapados en existencias trágicas y mínimas, con graves dolencias físicas o mentales. A los 80 las marcas de la decadencia son más que aparentes. Las reacciones se han vuelto más lentas, los nombres se te escapan con más frecuencia y hay que administrar las energías pero, con todo, uno se encuentra muchas veces pletórico y lleno de vida, y nada “viejo”. Tal vez, con suerte, llegue, más o menos intacto, a cumplir algunos años más, y se me conceda la libertad de amar y de trabajar, las dos cosas más importantes de la vida, como insistía Freud.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena acción, como Francis Crick. Cuando le dijeron, a los 85 años, que tenía un cáncer mortal, hizo una breve pausa, miró al techo, y pronunció: “Todo lo que tiene un principio tiene que tener un final”, y procedió a seguir pensando en lo que le tenía ocupado antes. Cuando murió, a los 88, seguía completamente entregado a su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, dijo muchas veces que sus 80 años habían sido una de las décadas en las que más había disfrutado en su vida. Sentía, como estoy empezando a sentir yo ahora, no un encogimiento, sino una ampliación de la vida y de la perspectiva mental. Uno tiene una larga experiencia de la vida, y no solo de la propia, sino también de la de los demás. Hemos visto triunfos y tragedias, ascensos y declives, revoluciones y guerras, grandes logros y también profundas ambigüedades. Hemos visto el surgimiento de grandes teorías, para luego ver cómo los hechos obstinados las derribaban. Uno es más consciente de que todo es pasajero, y también, posiblemente, más consciente de la belleza. A los 80 años uno puede tener una mirada amplia, y una sensación vívida, vivida, de la historia que no era posible tener con menos edad. Yo soy capaz de imaginar, de sentir en los huesos, lo que supone un siglo, cosa que no podía hacer cuando tenía 40 años, o 60. No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días pasados, libres para explorar lo que deseemos, y para unir los pensamientos y las emociones de toda una vida. Tengo ganas de tener 80 años.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena acción, como Francis Crick

Oliver Sacks es neurólogo y escritor. Entre sus obras destacan Los ojos de la mente, Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Su último libro, Alucinaciones, lo publicará próximamente Anagrama.
© Oliver Sacks, 2013
Traducción de Eva Cruz.




lunes, 16 de febrero de 2015

Libros que siempre esperan

Hay libros que nos acompañan siempre, y que por fortuna no hemos perdido con los cambios de casa o de ciudad. Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, Poesías completas, de Antonio Machado, son en mi caso dos de ellos, y ahí están, supervivientes, leídos fragmentariamente a lo largo de muchos años. Reposan en la pequeña librería del pasillo, ofreciéndose siempre a mis relecturas, como si los autores fuesen viejos amigos a los que uno puede acudir en cualquier momento para una charla sobre un asunto que me reclama. Leer es releer; quizás tan sólo releer; quizás abrir de nuevo el libro y sentir que sus hojas desprenden el reclamo de un nuevo significado, una matización acerca de algo que se va a descubrir aún: el sabor de un tiempo que tan sólo se puede disfrutar en las sucesivas lecturas de los viejos libros que siempre nos esperan. 

Hacer algo

Cómo mantener el interés por todo lo que hay a nuestro alrededor, cómo no dejarse llevar por la abulia, oigo que alguien le dice a otro en el autobús. Es un hombre joven, de no más de treinta años, que habla con otro de su edad, de pie los dos, las manos en los asideros. Cuando se escuchan las noticias, todo lo que se oye incita al desencanto, y sin embargo hay una posibilidad de sobreponerse, impulsaba por la necesidad de introspección, no para aislarse sino para arrancar desde el mismo germen de la acción, que está en cada uno, siempre a la espera. El mundo que se agita y que se desvanece no es el único dato: más allá estamos nosotros, más allá o en su mismo centro, pienso yo, cuando observo que los dos jóvenes que están a mi lado tienen una mirada firme, como si quisieran avanzar en la dirección precisa para hacer algo. En toda persuasión hay una energía interior que ha de remover las cenizas del desencanto. El pesimismo activo lleva el germen de un gesto único para hacer algo.

sábado, 14 de febrero de 2015

Campos de almendros

Los almendros tienen su propio centro meteorológico. Florecen cuando deben hacerlo, justo cuando prevén que habrá sol suficiente. Si hace falta esperar, esperan. Este año se han puesto de acuerdo en dejar pasar el frío de estas dos semanas últimas para dar la orden de salida.  Aunque algunos árboles se han adelantado a los demás, se puede decir que los campos de almendros aún no han empezado a blanquearse. Las condiciones necesarias están a punto de darse. Hoy ha amanecido soleado, y todo indica que falta poco ya. A los almendros solitarios que se han adelantado, se les unirán ahora los que viven en comunidad, que son los más. La naturaleza es capaz de elaborar protocolos,con su repertorio exacto de situaciones posibles y respuestas precisas. Y hoy podemos decir: qué poco falta ya para que de nuevo los campos de almendros recojan nuestra mirada hacia un lugar que a menudo no sabemos si es una realidad o una ensoñación -sobre todo en los extremos del día, en la luz tenue de la amencida, o en la más enfebrecida del atardecer, cuando lo blanco permanece en los límites de la penumbra.

viernes, 13 de febrero de 2015

El comandante Ramón Chico

'La tumba del comandante Chico' es el cuarto y último relato de 'Los extraños', de Vicente Valero. El libro produce extrañeza, en efecto, y a la vez fascinación. Para los que hemos nacido en una isla, es una indagación acerca de lo que supone buscar algo más allá de los límites. Un isleño aspira a ir más allá de su entorno inmediato, y a la vez desea volver, aunque luego la vuelta le depare la sensación -irremediable- de que vivir es la experiencia de un regreso imposible. El protagonista viaja a Lisle-sur-Tarn para rendir homenaje a su tío abuelo, Ramón Chico, y el viaje se convierte en el motivo central de un tipo de conocimiento que alienta y que reconforta: más allá de nosotros mismos se produce todo lo que hay que saber. En nosotros sólo cabe la búsqueda. Relaciono emocionalmente el libro de Vicente Valero con 'La isla' de Giani Stuparich.

Motivo: Los extraños, de Vicente Valero

jueves, 12 de febrero de 2015

'Camino a la escuela'

Al salir del cine Rívoli empiezo a caminar por la ciudad, de regreso a casa, y al caminar voy recordando imágenes de lo que acabo de ver, porque sólo mientras camino soy capaz de pensar con ligereza, como si los pasos sirvieran para robustecer el entendimiento. Las cuatro historias de los niños que han de caminar varias horas para llegar a la escuela son conmovedoras, pero a la vez son profundamente racionales, y como espectadores debemos de atender al punto de vista racional de los niños, por mucho que como 'occidentales' tendamos a emocionarnos puntualmente y a olvidarnos luego. Ellos, los niños dl documental, tienen la oportunidad de ir a la escuela y no quieren desaprovecharla. Anteponen la ilusión de saber al esfuerzo físico que tienen que realizar para llegar a la modesta escuela a la que asisten. Varias horas de intenso esfuerzo físico no suponen para ellos un inconveniente absoluto, sino un obstáculo que hay que superar. Una de las niñas que han de atravesar una extensa zona del Atlas durante cuatro horas se lastima el pie, y sus dos amigas le ayudan y le empujan a continuar, 'porque el esfuerzo que hacemos merece la pena'. Uno de los profesores, para explicar la diferencia entre un rectángulo y un cuadrado, les muestra las figuras geométricas realizadas por él mismo, en papel o cartón, y al hablar delante de sus alumnos comprendemos de súbito en qué consiste comunicar un conocimiento determinado: el afán de enseñar de un profesor y las ganas de saber de un alumno.

Motivo: Camino a la escuela, documental de Pascal Plisson