domingo, 30 de agosto de 2015

Ha muerto Oliver Sacks

Ha muerto Oliver Sacks. En su artículo De mi vida, escribió:
"En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes".

De mi vida:
http://elpais.com/elpais/2015/02/20/opinion/1424439216_556730.html

sábado, 29 de agosto de 2015

Agustín García Calvo

Cojo un libro de mi biblioteca y leo el título y el autor. Del ritmo en el lenguaje, de Agustín García Calvo. Lleva años ahí, en un estante, entre otros libros, a la espera de ser leído, o por lo menos (h)ojeado. Es de La Gaya Ciencia, y fue editado en 1975. Lo compré en 1977, por 175 pesetas. El precio se lee muy bien: a lápiz, ha perdurado sin borrarse, y mi nombre y el de Susana están escritos con un bolígrafo que casi con toda seguridad debía de ser de la marca Bic. Lo importante es el cúmulo de emociones que me suscita el nombre del autor, Agustín García Calvo, que dio una conferencia en la Universidad Politécnica de Madrid más o menos en el año en que compré el libro. Estoy seguro de que compré el libro antes de la conferencia, y que justo por eso, por tener el libro, asistí a la conferencia, debido al reclamo del nombre del profesor. Entonces tenía unos cincuenta años, y había sido uno de los profesores más representativos de la oposición al franquismo. Vestía una camisa de colores vivos, y caminaba de un extremo a otro de la tarima a paso rápido, mientras iba tejiendo sus ideas, engarzándolas como si fueran los eslabones de una teoría sobre la vida. Por qué había que ir en ferrocarril en vez de ir en coche. Qué ideas nos comunicaba la televisión. Por qué el Dinero se había convertido en el Dios de nuestro tiempo. Acostumbrados a la parsimonia de las ideas aceptadas, el profesor García Calvo nos invitaba a pensar alejándonos de cualquier atisbo de conservadurismo. Muchas veces he contado la impresión que me produjo aquella conferencia. Quizás, desde aquel día, se me abrió ante mí un ángulo de visión mucho más amplio y cambié mi manera de ver lo que tengo a mi alrededor. Su diálogo con el gran profesor de Ordenadores, Fernando Sáez Vacas, permanece entre mis recuerdos más valiosos: fue un ejemplo de inteligencia y de rigor, tanto por parte del profesor Sáez Vacas como por parte del profesor García Calvo. Cada libro de papel tiene una pequeña historia que contarnos. Basta con sacarlo del anonimato de la biblioteca de casa para que de repente surjan de él, como por arte de magia, fragmentos de nuestra memoria que permanecían agazapados entre sus páginas a la espera de ser elevados a la categoría de recuerdo vivo.

lunes, 24 de agosto de 2015

Grillos y gorriones en el aeropuerto

Al bajar por la espiral del aparcamiento oigo un ruido que quizás sea del coche -a los 16 años cualquier coche puede emitir ruidos de origen impreciso- y que al salir a la autovía desaparece. ¿Serían grillos? No es tan extraño: en el aeropuerto hay gorriones, que buscan refugio en la enrevesada estructura del techo. ¿Por qué no va a ser una terminal de aeropuerto un buen sitio para grillos y gorriones? También en las centrales telefónicas los pájaros entran por las ventanas abiertas y conviven con los modernos equipos electrónicos, que no son más que cajas herméticas que ocupan muy poco espacio en comparación con el que necesitaban los viejos equipos electromecánicos. Asociamos los pájaros a los árboles, los grillos y las cigarras al campo abierto, y las personas humanas a los edificios, y sin embargo hay continuos desplazamientos de uso. El día en que las cigüeñas descubrieron los campanarios se abrieron muchas puertas del futuro. Al igual que se plantea la búsqueda de algún planeta habitable para el futuro de las personas humanas, quizás el futuro de los gorriones esté en los aeropuertos.

sábado, 22 de agosto de 2015

Dónde está el mortero

Busco el mortero y no lo encuentro por ningún lado. Abro los cajones en donde están las cazuelas, me subo a una silla para hurgar en los armarios de arriba del todo: nada. Quiero hacer una picada para darle un toque algo más sutil a la merluza en salsa verde,  así que necesito el mortero. De manera absurda repito el proceso: busco en los mismos lugares en que he buscado antes. El resultado es el mismo. A veces uno no mira con atención suficiente, o quizás el mortero puede haberse escondido debajo del chino, o en el ángulo derecho del fondo del cajón, camuflado en el gran colador que compré hace poco. Pero no, no está, así que he de empezar ya con la picada. Por lo menos tengo la mano del mortero, tan gastada por el uso que tendría que haberla sustituido por otra hace ya mucho tiempo. Pero no lo he hecho, movido por ese regusto sentimental que me empuja a conservar algunas cosas. Mi madre hace lo mismo. Ahí está, por ejemplo, su molde para elaborar sus bizcochos, o el otro molde, más plano, para elaborar la coca de trempó. A mí me parecen dos moldes que exigen a gritos su jubilación, pero mi madre se niega en redondo a concedérsela. No sé de qué protesto si yo hago lo mismo con mi mano de mortero. Tampoco soy capaz de encontrar el mortero de madera de olivo que compré en el mercado de Sineu hace tres o cuatro años. Lo compré con su correspondiente mano, también de olivo. Dónde estarán. Porque aunque los comprara apenas los he utilizado. Ni media docena de veces. La querencia por el viejo mortero y su vieja mano de madera deshilachada pesó mucho más. He de empezar ya con la picada, no puedo seguir buscando el mortero, así que he de utilizar algo que lo sustituya. Cojo un bol, pero soy incapaz de picar los ajitos. Se escapan, se escurren cuando rozan el pequeño mazo. La merluza en salsa verde tendrá que salir a la mesa sin la picada de ajo y azafrán (sólo un poquito de ajo, por supuesto, y una hebras de azafrán). Mi hija entra en este momento y le pregunto si sabe dónde puede estar el mortero, porque recuerdo que en algún momento ella recogió la cocina. Sin inmutarse, como si la pregunta que le acabo de hacer fuese tan trivial como sumar dos y dos, me dice que el mortero está ahí, justo enfrente, al lado de la cazuela en donde borbotea la salsa en la que dentro de poco voy a colocar la merluza. Mi hija ni tan siquiera ha tenido que decir una frase completa, tan sólo el adverbio de lugar: ahí. La escena me ha recordado lo que me ocurrió en Rotterdam, cuando la vendedora me preguntaba en inglés si yo quería el bocadillo de arenques con cebolla o sin cebolla. Yo no la entendía, y al cabo de una rato, cuando la repetición de la pregunta y mi cara de pasmo estaban a punto de llevar a aquella joven a un estado cercano a una explosión de cólera -había otros que querían su bocadillo, a mis espaldas- sólo entonces mi hija me dijo: te pregunta si lo quieres con cebolla o sin cebolla. Onion. Onion. Y por qué no me los dicho antes, le dije yo, si veías que yo no recordaba el significado de onion. Con el mortero el resultado final ha sido el mismo. O más o menos, porque esta vez mi hija no estaba a mi lado cuando yo he estado buscando el mortero. Menos mal que ha entrado en la cocina, porque de lo contrario habría tenido que dejarlo. Y cuando empiezo a machacar el ajo y el perejil reconozco lo preciso que ha de ser un instrumento para que cumpla su función. La cavidad semiesférica del mortero se ajusta a la mano como un guante. Tendría que fijarme el objetivo de colocar mi humilde mortero en el lugar adecuado. Y, por cierto, ¿dónde debe de estar el otro mortero, el que compré en el mercado de Sineu?

viernes, 21 de agosto de 2015

La velocidad humana

Vamos en coche por el Paseo Marítimo, transitamos a menos de cincuenta quilómetros por hora, quizás a treinta, a ratos a cuarenta, los otros coches a nuestro lado, todos avanzando con la Catedral iluminada delante de nosotros, incluso el conductor la puede contemplar con holgura sin poner en peligro a nadie, porque esta velocidad permite disfrutar del paisaje urbano, todo es así más accesible, más real casi, como si la velocidad tuviese un límite, un umbral inferior por debajo del cual estamos en unos parámetros humanos, es decir, las condiciones que necesitamos para poder sentirnos humanos y para poder saborear el mundo, no sólo la carretera por la que transitamos, la carretera que se convierte en un medio para poder observar lo que nos rodea, porque es bien cierto que el coche da libertad, pero también es bien cierto que la quita, sobre todo a gran velocidad, cuando lo único que somos capaces de percibir es la velocidad misma, un concepto que tiene muchas variables que aún no han sido entendidas del todo, porque la velocidad es el eje del mundo contemporáneo, la velocidad de los ordenadores y de los aviones, la velocidad de la información que circula de aquí para allá, la velocidad de los que buscan algo que no encuentran, la velocidad con que se convierte en obsoleto todo lo que tocamos, aunque, fíjate bien, la Catedral sigue ahí, tan bien iluminada, y al mirarla desde el coche gracias a la poca velocidad a la que vamos, nos da la sensación de que está ahí para ser contemplada, y ahí se queda lo esencial: esta tibia certeza de que la tecnología es la posibilidad de ir más allá de nosotros mismos y que, sin embargo, sólo se disfruta si no se la somete a más exigencias que las estrictamente humanas.

martes, 18 de agosto de 2015

Juan Ramón Jiménez

La brisa que entra por el ventanal lleva el frescor de la madrugada, lo transporta hacia la casa, y cuando entran los primeros rayos de sol la mente ya puede discurrir acerca de lo que hay que hacer en el día de hoy. La albahaca que sembré en una maceta está enfrente de la puerta. La brisa mueve suavemente sus hojitas y me acerca su aroma.  La lectura de algunos poemas de Juan Ramón Jiménez que Raúl me envió hace unos días me ayuda a entender el significado de lo que sólo se puede sentir si nos dejamos llevar por lo que tenemos justo al lado de nosotros, sin apercibirnos casi de su presencia. Con Juan Ramón Jiménez llevo toda una vida de desavenencias. De joven, sus poemas me parecían extremadamente cursis, como si al referirse a un paisaje, a una flor, a un sentimiento, todo ello hubiese sido el resultado de una ensoñación, no de algo vivido o experimentado físicamente. Pero de vez en cuando se producía un punto de encuentro: una sensación de verdad sentida, o unas briznas de belleza fugaz, o un recoveco de inteligencia. El año pasado empecé a (re)leer Platero y yo, a propósito de los cien años de su publicación. Y la prosa me pareció sublime: la de alguien que se refugia en lo más sencillo de la vida y lo comunica a los demás con una especie de inteligencia viva que se busca en las emociones que casi no se pueden transmitir.  Y ahora, en el libro que me envía Raúl, en una edición de la Editorial Losada, de Buenos Aires, la poesía empieza en el mismo libro, ese objeto que al tocarlo nos envía señales de lo que contiene. La experiencia puede ser objeto de reflexión, pero a veces la reflexión es insuficiente, como si el lenguaje nos dejara a solas con los significados indescifrables. Y quizás es ahí donde penetra la poesía de Juan Ramón Jiménez.

sábado, 15 de agosto de 2015

La lluvia del 15 de agosto

Con la lluvia la ciudad cambia de repente. Los turistas, en zapatillas y pantalones cortos, incrédulos, no se sobreponen de la sorpresa con facilidad: ¿cómo iban ellos a pensar que iba a llover en donde los anuncios dicen que sólo hace sol? Nosotros nos refugiamos en una tienda de ropa. La dependienta es una chica joven que nos confiesa que está encantada con la lluvia. ¡Por fin! Y remarca el ¡Por fin! con desahogo. Por lo menos durante un rato la gente no va a pasar por la tienda como si fuera un andén, nos dice. En vez de amainar, arrecia. Dos chicas pasan corriendo y riendo bajo una prenda de plástico sobre sus cabezas. Un autobús se detiene en la parada, y bajan un chico y una chica que al quedarse en la acera no saben qué hacer, como si hubieran llegado a un lugar desconocido. Otras dos chicas pasan corriendo sin protección alguna y se resguardan en un portal cercano mientras ríen y ríen. Ahora sólo se oye la lluvia. Durante unos minutos no hay movimiento alguno en la calle. No hay coches que transiten, ni gente que camine. De repente un joven en bicicleta pasa como una exhalación, como si estuviera huyendo de la lluvia. En el silencio de este extraño mediodía se empiezan a oír las campanas de la iglesia de Sant Nicolau. Me imagino los badajos de las campanas chocando con el metal, una percusión de grandes dimensiones que sirve de contrapunto al suave sonido de la lluvia. Qué gran alivio los sonidos verdaderos, esos que luego evocaremos como un gesto de belleza que nos proporciona la experiencia. Soy capaz de degustar estos momentos al mismo instante en que los vivo. Dos jóvenes con impermeable bajan por las escaleras de la Plaza Mayor. Qué curioso, le digo a mi hija, que alguien lleve impermeable. De dónde lo habrán sacado. De la tienda de los chinos, seguro, me dice ella. Y un joven también con impermeable va por la calle ofreciendo paraguas. Ya llueve un poco menos. Nos despedimos de la dependienta que nos ha acogido con tanta amabilidad. Se respira un aire que es una delicia. Un niño con su madre al lado juega con el agua acumulada en un árbol, enfrente del Museo de La Caixa.

viernes, 14 de agosto de 2015

Más verano

Acelerando para no convertirnos en estatuas de sal, dice alguien. Pero no escucho lo que dice después, y me bajo del autobús. El calor del verano pone en peligro las conciencias poco escrupulosas. Pero ahí viene la duda: ¿tiene sentido que algo ponga en peligro la conciencia? ¿La conciencia es un agente libre que nos ha de llamar al orden, o es simplemente una parte de nosotros sometida a los mismos inconvenientes que todo lo demás: tiempo, contradicciones? Camino por la calle, y del asfalto asciende un vapor de verano que intento sortear como puedo. La ciudad sobrevive a duras penas, el horizonte es una calima de un denso color blanco que no deja ver las montañas, y tan sólo al atardecer se convierte en un azul metálico con regusto de olvido. Y ahora se acercan dos personas conversando con la misma determinación que si empezaran a comprenderlo todo: lo que permanece, dice el más joven, es lo que importa verdaderamente.

Diario de Algún Otro

Tianjin, Atenas, La Habana

En una fotografía se ven los efectos de la explosión en Tianjin, al norte de China. Coches y camiones quemados, escombros por todas partes, los edificios como si se hubieran convertido en chatarra: parece el resultado de una explosión nuclear. Y eso es lo que dice un superviviente: Hubo una nube, como una bomba atómica. No es posible imaginarlo. Se ve un gran camión rojo de los servicios de emergencia. El fulgurante crecimiento económico de China muestra sus carencias.
Otra fotografía: los ministros de Economía y de Finanzas de Grecia conversan en el Parlamento durante el debate sobre el tercer rescate. El ministro de Finanzas gesticula mientras el de Economía le escucha atentamente. La mayor parte de los griegos, a la defensiva, responden con escepticismo y lucidez. Es la impresión que tengo, por los comentarios que oímos en los noticieros.
Y otra: varios jóvenes empiezan a manipular sus teléfonos móviles en La Habana aprovechando la hora de wifi. Tienen dificultades, sobre todo por la inestabilidad de la conexión: el problema es que nos echaron el siglo XXI encima de un momento para otro, dice uno de ellos...Y quizás no tan sólo a ellos, los cubanos: por aquí es difícil no sentirse compungido por los cambios imparables que se suceden. Acabo de oír el anuncio de una empresa distribuidora de carburante en la que se insta  al pobre consumidor a que se baje una aplicación para su móvil que le permitirá no hacer cola en las gasolineras. Ya sabemos lo que esto significa a corto plazo: menos empleados en las gasolineras.



Fotografía 1.- Los servicios de emergencia trabajan entre los escombros dejados por la explosión, ayer en Tianjin, en el norte de China. Wu Hong (EFE). El País
Fotografía 2.- Los ministros de Finanzas, Efklidis Tsakalotos, y de Economía Yorgos Stathakis, en la sesión parlamentaria, ayer en Atenas. L.Gouliamaki (AFP)
Fotografía 3.- Un grupo de jóvenes cubanos consultan sus móviles en la avenida 23 de La Habana. Raúl Abreu. El País. En otra fotografía, de Reuters, se ve a Fidel Castro, a quien Evo Morales ayuda a salir del coche.. Las dos fotografías se complementan en el periódico de hoy, quizás por azar...

martes, 11 de agosto de 2015

Herta Müller

Leo una entrevista a Herta Müller, que analiza la historia y las implicaciones de la historia en la biografía ("mi padre estaba en las SS, ahí no puedo hacer nada de nada; es una realidad que ya existía amtes de nacer yo"). Mientras pienso en lo que cuenta, miro su fotografía, tomada de abajo arriba: sus brazos cruzados, su mano izquierda apretando su brazo derecho, su cara sonriendo con dificultad, pero queriendo hacerlo. En su expresión hay ese peso de la profundidad a que nos tienen acostumbrados algunos escritores centroeuropeos, quizás porque la historia de sus países, y sobre todo la del siglo veinte, les ha empujado a una necesidad de comprender con una intensidad emocional que va íntimamente ligada a la razón: intentar comprender los porqués, las sucesivas transformaciones a que sus países han sido sometidos a lo largo del último siglo. "La mentira histórica es lo común", dice Herta Müller. Cómo indagar en el entorno familiar, o local, cómo abrirse camino en la historia que nos han contado para intentar buscar coherencia, y sentido, a la vida de cada uno de nosotros. Es la indagación de Herta Müller.

Motivo: Entrevista de Cecilia Dreymüller a Herta Müller. Babelia, Fotografía de Arno Burgi.  8 de agosto de 2015

lunes, 10 de agosto de 2015

Stara Zagora

Donka se ha ido de vacaciones a su ciudad. Me ha escrito el nombre en un papel: Stara Zagora, y al llegar a casa me entero de que en Bulgaria es conocida como la ciudad de los tilos, de las calles rectas y de los poetas. Busco fotografías, y la primera que he encontrado es una vista de la ciudad desde el Monumento Samarsko Zname, que es una gran bandera de hormigón que conmemora la batalla de Stara Zagora, en1877, durante la guerra entre Rusia y Turquía. Además de la gran bandera, hay las estatuas de seis combatientes búlgaros y uno ruso. En una fotografía aérea se comprueba que en efecto las calles son largas y rectas, y que hay muchas zonas verdes. Y en otra veo el Foro Antiguo de Augusta Trajana, uno de los nombres que tuvo la ciudad, cuya historia tiene más de 8000 años. Puedo ir viajando a través de cada una de las fotografías, imaginar los colores de las calles, las flores que habrá en las floristerías, el paisaje de la región de Tracia, una encrucijada de intereses políticos que ha dado lugar a lo largo de mucho tiempo a enfrentamientos y reivindicaciones. Y qué región de Europa no ha padecido guerras y conflictos. Somos el continente de la lucha casi continua entre unos y otros, y de ahí la aventura de la Unión Europea, que es quizás una de las apuestas más generosas y difíciles del último siglo. Y al final todo nos une: desde que Donka se ha ido de vacaciones, el Bar de los Ingleses está cerrado, y nosotros nos hemos quedado sin cerveza, sin café con hielo, sin el fish and chips de los fines de semana. Ella estará paseando por su ciudad, cuyo nombre parece que resuena en la memoria, Stara Zagora, con esa especial resonancia que tienen las palabras con muchas aes, en este caso subordinadas a la o resplandeciente que actúa de contrapunto. Cuánta riqueza nos regalan los demás: nombres de ciudades, maneras de atender a un parroquiano, la serenidad de una manera de ser que se convierte en referencia. Donka atiende en varios idiomas sin dificultad alguna, y para ella cada uno de nosotros es diferente y único. Ser parroquiano del Bar de los Ingleses tiene esta ventaja incontestable.

dedicado a Donka

El recordado roble

Aquel roble del Valle del Soba: ahora lo recuerdo. Se me ha acercado de golpe, como una imagen que estuviera a mi alcance, el roble completo, en la carretera de Mentera. Es un árbol que se parece a una manera de vivir, su estar sereno pero a la espera del viento, con la seguridad de los que saben lo que hay que hacer mientras se espera. Me afianzo en él, dulcemente.

sábado, 8 de agosto de 2015

Melocotones

Tengo ganas de llegar a casa para probar uno de los melocotones que hemos comprado esta mañana en el mercado de Campos. Cuando la diligente vendedora nos ha ofrecido un trozo, antes de que llegara a mi mano ya me anticipaba al deleite de ese color amarillo con sombras anaranjadas en la piel, y de la pulpa con su amarillo ideal, casi en las puertas de la verdad. Hay ciencia en la experiencia: cuántos melocotones falsos, de pulpa astillosa y dura, hemos tenido que comprar en el supermercado antes de llegar a este día de hoy, en que, sin habérnoslo propuesto, nos hemos topado con la parada del mercado. Hay tesoros que están a nuestro alcance, muy cerca de nosotros, generosamente.

viernes, 7 de agosto de 2015

Sobre la política hueca

En un artículo, David Abril, el portavoz de Més per Mallorca, anuncia que no va a asistir a la recepción a la que ha sido invitado por el Rey. Es un hecho puntual, casi irrisorio, que sin embargo deja indicios de la manera de entender la política de los partidos que van a gobernar la Autonomía de las Islas Baleares en esta legislatura. Cómo puede haber un debate riguroso en el Parlamento con tanto maniqueísmo: derogar la ley de símbolos, oponerse a las corridas de toros, declarar Marivent parque público. Mucho ruido y pocas nueces. ¿Lo que está por venir va a ser diferente? La falta de pensamiento tiene mucho que ver con ese afán por buscar notoriedad en lo accesorio, olvidando lo esencial: que la democracia consiste en intentar solucionar paso a paso los problemas reales que surgen, no los ilusorios, con inteligencia, sin alharacas, y que es un esfuerzo continuo. Quejarse de haber jurado la Constitución sólo por imperativo legal, como hace David Abril, es olvidar que los derechos de todos los ciudadanos están amparados por ella. Que él no hubiera nacido cuando se aprobó no la invalida. Hay que recordar lo obvio: que al amparo de la Constitución hemos disfrutado de una convivencia bastante razonable durante casi 40 años. Y en cuanto al curioso asunto de abrir a los palmesanos los jardines de Marivent, me siento más cerca del Rey cuando dice que hay que estudiar el asunto, que de David Abril, cuando se lo reprocha. El Rey demuestra sentido común, porque deja entrever lo que casi todos sabemos: que abrir los jardines será un gasto inútil e innecesario. ¿Y para qué? ¿Quién va a ir a pasear a Marivent? Mejor sería promover alguna zona verde en el centro de la ciudad, que buena falta hace. En cuanto a las banderas y a las corridas de toros, ¿no hubiera sido mejor dedicar el tiempo a otras cuestiones? Y, por supuesto, rechazar la invitación del Rey no es ninguna proeza. Hubiera sido mejor, a mi entender, haber asistido. El deber de un parlamentario es aprovechar las coyunturas que se le presenten para hablar con todos. Y, por supuesto, con el Rey.

Nubarrones, de Fernando Savater

Busco algo en el periódico que se aparte de las habituales noticias: quizás una frase o un párrafo, o el humor de Forges, ahora que El Roto está de vacaciones. A veces tropezamos con un artículo que nos gusta, no por decir lo que nosotros pensamos, sino por expresar algo con lo que nos hemos de enfrentar para situarnos en una tesitura desconocida. Leer a F. Savater siempre nos estimula porque nos muestra detalles de la realidad que aparecen muy nítidos gracias a la exactitud de su pensamiento, o a la manera de enfocar un punto de vista determinado. Ayer, en su artículo 'Nubarrones', puntualizaba acerca de algunos asuntos de actualidad: el derecho a decidir, el hecho diferencial, los derechos históricos, la reforma de la Constitución que propone el PSOE. La sensación de que la libertad de pensamiento, y sobre todo la libertad para expresar lo que se piensa es cada vez más un bien escaso, me hace reflexionar sobre la limpieza del radicalismo de Fernando Savater, que consiste en hacer uso de la libertad de pensamiento, lo que conlleva irritar a los maniqueos. Motivo: Nubarrones, Fernando Savater, El País, 5 de agosto 2015

jueves, 6 de agosto de 2015

Hiroshima

Mientras tomo café en S'Escorxador a primera hora de la mañana, me viene a la memoria el hongo del resplandor de la bomba atómica sobre Hiroshima. Es una imagen que hemos incorporado a nuestra vida, y que permanece dentro de cada uno de nosotros como un símbolo del horror absoluto. La explosión aún se puede oír si leemos el libro Hiroshima, de John Hersey, que me aconsejó vivamente mi viejo amigo Rafael Alomar. Al recorrer las páginas del libro parece que asistimos a la proyección de un documental sobre los restos de la ciudad, a través de la desoladora experiencia de seis supervivientes. El relato es El Infierno de la Divina Comedia corregido y adaptado a su lectura en el siglo XX. Cuando en Hiroshima eran las ocho y cuarto de la mañana, en Mallorca era de noche. Mis padres aún no se habían casado, y mis abuelos estarían durmiendo con la ventana abierta, para que corriera algo la brisa. Simultáneamente, un ser humano asesina a otro ser humano, dos amantes se besan, en un parlamento se aprueba una ley, mis abuelos duermen con la ventana abierta mientras estalla la primera bomba atómica. Cuando veo fotos de Hiroshima parece increíble que hace 70 años ocurriera aquel desastre. Qué sentiría Truman. Quién es capaz de ponerse en su piel. Qué sentirían los que echaron la bomba, a posteriori. Al parecer, el comandante de la expedición nunca sintió arrepentimiento alguno. Mi padre me contó que en Correos, en Palma, en los años sesenta, había entregado un paquete a uno de los tripulantes del Enola Gay. ¿Cuál de ellos? No he tenido tiempo de averiguarlo. Lo más irracional, lo incomprensible, es que a los dos días de la bomba de Hiroshima se echara otra aún más potente sobre Nagasaki. Y que a partir de entonces empezara una escalada de pruebas nucleares en las zonas más despobladas de EEUU y de la URSS, que supuso el empiece de la guerra fría. El Siglo XX no se privó de nada para conseguir armas cada vez más mortíferas. Y aún los hay que critican a Obama por el tratado con Irán.

domingo, 2 de agosto de 2015

Un nuevo artículo de Oliver Sacks

Un artículo, uno solo, puede justificar el periódico. Ayer, El País publicó uno de Oliver Sacks, con una fotografía del autor. Leerlo, un domingo por la mañana, puede servir para reconciliarse con el gozo de la lectura, si este verano uno lo hubiera dejado a un lado por el calor agobiante que padecemos, y al que ya nos hemos acostumbrado. Oliver Sacks sobrevuela por encima de su enfermedad y comunica el sentimiento de que el mundo está hecho para que se pueda gozar de él sin más ambición que el conocimiento. Empieza contando que en una reciente edición de Nature le ha entusiasmado un artículo del físico Frank Wilczek sobre una nueva manera de calcular las masas ligeramente diferentes del neutrón y del protón. Sin esa diferencia el Universo tal y como lo conocemos no hubiera llegado a existir. El afán de saber algo nuevo cada día, el empuje de la mente hacia lo que aún se ha de explorar, son motivos suficientes para seguir viviendo. La aceptación de lo inmediato como un dato intocable, sin los matices que estimulan el afán de saber, es lo que produce aburrimiento, y desidia. Y está claro que Oliver Sacks nunca se ha aburrido. La variedad de lo que le ofrece el mundo es para él un motivo de sorpresa permanente, como la última vez que vio el cielo, hace poco. 'Para mí, la percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte'. El artículo se titula 'Mi tabla periódica', y podría ser leído en las escuelas, ahora que se habla tanto de la enseñanza, aunque tan poco de la calidad de la enseñanza. El trabajo de un buen profesor consiste mucho más en estimular que en exponer una ristra de fórmulas que hay que aprenderse de memoria. No estaría de más ver en la tabla periódica un legado de tesoros inagotables que la humanidad ha ido descubriendo poco a poco. ¿Cómo transmitir el afán de saber a los niños? La vida de Oliver Sacks es un buen ejemplo de alguien que le da un sentido al mundo por medio del conocimiento. Su libro Mi tío Tungsteno podría ser un buen libro para leer durante un curso de química en segundo de bachillerato. Cuánto se puede extraer de la experiencia del niño Oliver Sacks en su afán de experimentar con los elementos de la tabla periódica. La identificación de cada cumpleaños con un elemento es uno de los divertidos recursos de Oliver Sacks para darle sentido al paso del tiempo. El último párrafo dice así: Es casi seguro que no seré testigo de mi cumpleaños de polonio (el número 84), ni tampoco querría tener polonio cerca de mí, con su radiactividad intensa y asesina. Pero en el otro extremo de mi mesa -de mi tabla periódica- tengo un bonito trozo de berilio (elemento 4) para que me recuerde a mi infancia, y lo mucho que hace que empezó mi vida, hoy próxima a acabar.