sábado, 28 de noviembre de 2015

Setsuko Hara

Sólo conocemos a la actriz, la magia de su mirada comprensiva y turbadora, la paciencia con que se mueve de un lugar a otro y su manera de escuchar, pero cada uno de los que la admiramos queremos atisbar algo que se refiera a la persona que hay detrás de cada interpretación. Los personajes de sus películas parece que forman parte de algo esencial que como espectadores hemos de ser capaces de entender, no sólo porque nos gusta el cine sino porque nos gusta el cine como contrapartida de la vida, o como soporte de la misma, según las circunstancias.

Ayer oí en Página 2, el programa de libros de la 2 de televisión española, que Setsuko Hara había muerto a los 95 años, el 5 de septiembre, y que no se ha sabido hasta ahora. Hace algunos años que no he vuelto a ver sus películas, una selección de la producción de Ozu que conservo como oro en paño, por la belleza de sus imágenes, la cámara casi siempre fija mientras sus personajes cruzan la calle, o la habitación, o algo que sólo se percibe al mirar incansablemente, una y otra vez.

Lo que atrae de ella es una especial manera de moverse ante la cámara, su expresión misteriosa a través de la cual nos comunica dolor, alegría, tristeza, sorpresa, valor...Pocas actrices son capaces de mostrar un registro tan amplio de expresiones capaces de comunicarnos los sentimientos de una persona a lo largo de su vida. Su sonrisa atraviesa la historia del cine, y es  capaz de mostrar toda la complejidad del ser humano, que no sólo sonríe cuando sonríe, y que no sólo llora cuando llora.

Es curioso cómo el cine de Ozu, mediante esta actriz, nos llega por encima del tiempo para comunicarnos las verdades eternas acerca de los hombres y las mujeres. Y es curioso porque los elementos de que consta su cine son de una sencillez conmovedora, por su manera de acercarse a los sentimientos, apoyándose en grandes actores que son capaces de soportar lo esencial sin esforzarse aparentemente: como si el cine y la vida se pudieran fundir., aunque no tengan nada que ver el uno con la otra. ¿O sí? Quizás tengan mucha relación, y nos ayudan a una comprensión más cabal de lo que hacemos. Cuentos de Tokio, por ejemplo, es un compendio de gestos que transmiten mucho más de lo que se pueda expresar con palabras.

Setsuko Hara, en 1963, a los 43 años, dejó de hacer cine, el mismo año en que murió Yasujiro Ozu. Sin su gran director -aunque fue dirigida por otros también muy eminentes- quizás pensara que ya nada le quedaba por hacer que pudiera tener un mínimo de interés, y se retiró en Kamakura, sin conceder entrevistas y sin dejarse fotografiar.

martes, 24 de noviembre de 2015

Escenario de una despedida

Ha nevado un poco, sólo un poco, en el Puig Major, y la brisa es fresca. Los que caminamos al lado del mar nos hemos abrigado por vez primera desde que empezó el otoño. Los bancos están sin ocupar. Nadie se detiene a sentarse y a mirar el horizonte. Los perros acompañan a sus dueños con energía, y los empujan a seguir, casi a la fuerza. Pero el aire es de una densidad que renueva los pulmones, y se agradece. Me desvío hacia una calle del interior para intentar adquirir el periódico. Desde que me enviaron la tarjeta de suscriptor, la compra de El País es un calvario. La mayoría de los datáfonos de los establecimientos a los que acudo rechazan mi tarjeta. En este estanco ocurre lo mismo. Así que tendré que resignarme, una vez más. Regreso a la orilla del mar, y sigo caminando cerca de las olas. No hay pescadores, pero enfrente del Club Náutico dos jóvenes se besan. Ella viste vaqueros, y él lleva una mochila en la espalda, como si se fuera de excursión. Dos hombres que se cruzan se saludan efusivamente, pero ninguno de los dos hace ademán de detenerse para hablar un rato. ¿Cómo se puede ser tan efusivo cuando se huye? En el codo que hace el paseo antes de llegar a la playa veo a un grupo de personas que están cerca de la orilla. Una mujer mayor está sentada en una roca. Un joven está pendiente de que las muletas, apoyadas en la misma roca, no caigan en la arena. La imagen inmóvil de la mujer desprende quietud y serenidad, y un dolor indescifrable, como si repasara su vida entera mientras contempla el mar. El grupo la arropa. Son siete u ocho personas, y están de pie, en una actitud de concentración solidaria.  Hablan, pero me da la impresión de que no quieren levantar la voz, recogidos también en sí mismos, haciéndole compañía a la mujer mayor. Los dos más jóvenes se apartan unos metros, se suben a las rocas más cercanas al mar y observan las olas. El mar no está quieto, como otros días, aunque el oleaje es suave, y el ritmo se aviene con una contemplación placentera. Sobrevuelan el lugar algunas gaviotas y más allá, en una roca que sobresale del agua, se atisba un cormorán, inconfundible, su humildad en contraste con el orgullo de las gaviotas, que vuelan majestuosas. Uno de los del grupo dice algo que hace reír al que está a su lado, y esta sonrisa sincera parece que los ha distendido a todos, incluso a la mujer mayor, que hace un intento de levantarse. La joven que está más cerca de ella le coge del brazo y hace un ademán para que otro le acerque las muletas, pero ella se ríe de sí misma. dice algo y se queda sentada de nuevo. Qué vieja estoy, parece decir, con leve ironía. Es entonces cuando veo la bolsita cilíndrica. Es de color gris, como si alguien hubiera decidido que tenía que hacer juego con los grises ceniza de la arena y los grises más terrosos de las rocas. La bolsa tiene un ribete en la parte de arriba. Es la cremallera para abrir y sacar la urna, lo sé. Cómo no lo voy a saber. La mañana es una buena mañana, al fin y al cabo, y en el mar se dispersarán las moléculas de un ser humano que algún día quizás formaron parte de una estrella y que quizás, quién sabe, dentro de varios millones de años formarán parte de otra. O quizás formarán parte de una gaviota, o de un cormorán, o de un almendro, o de un roble. Me alejo poco a poco del grupo, y después de caminar apenas cincuenta metros veo que una mujer camina velozmente hacia mí, con una determinación atlética. Me llama la atención porque va cubierta con un impermeable muy llamativo que le llega a los pies. No es para tanto, desde luego, porque como mucho han caído unas gotas, sin llegar tan siquiera al sirimiri. A los del grupo no les preocupaba nada la posible lluvia. Pero a esta mujer atlética sí, por lo visto. Al cruzarnos, el vuelo del impermeable emite un sonido que se complementa con el murmullo de las olas. Es un impermeable muy hermoso, de color azul, un azul muy parecido al del cielo, en el que las nubes poco a poco desaparecen, más fugaces aún que las rosas.




domingo, 22 de noviembre de 2015

Matices de la luz al regresar del aeropuerto

Uno de los cortos viajes más profundos cuando se llega a la madurez es ir al aeropuerto de madrugada, la noche aún cerrada, avanzar por la autovía para ir al lugar de los encuentros y de las despedidas, nuestro punto de referencia (casi) emocional, porque es allí donde nos acostumbramos a vivir de manera contemporánea, es decir: con rapidez, deshaciendo la visión de los viajes que se tenía antaño, cuando viajar era la dicha de conocer lo nuevo y diferente. En la oscuridad de la autovía hay siempre flotando una sensación de congoja, que el entendimiento no acierta a deslindar de la otra sensación que te atenaza a medida que el tiempo transcurre: la de una tranquilidad absoluta, como si uno no hubiera vivido en vano, y todo lo que vaya a suceder a partir de ahora sea ya experiencia ganada por derecho propio. La noche es una manera casi enigmática de despedirse, el coche dejado unos instantes al lado de la terminal, un beso y otra vez las sombras de la autovía que se despliegan en un entramado más amplio, los árboles aún invisibles, las farolas que iluminan de soslayo para avisarnos. Qué impresión nos atenaza, qué maneras de acercarse de nuevo a casa, abrir la puerta, menos mal que hay una luz muy débil que ya entra por el ventanal. Empieza a llover y la luz de levante es casi fantasmagórica. Mi hija ha llegado bien, acabo de leer en la pantalla del teléfono móvil. Y la luz se vuelve más limpia y transparente.
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lunes, 16 de noviembre de 2015

Claudio Rodríguez

Noviembre. Es un poema de Claudio Rodríguez, del libro 'El vuelo de la celebración'. "Llega otra vez noviembre, que es el mes que más quiero / porque sé su secreto, porque me da más vida. / La calidad de su aire, que es canción, / casi revelación, / y sus mañanas tan remediadoras..." Parece que las palabras se transfiguran para decir algo que nos sobrepasa. Cada palabra pierde su significado habitual para irse a otro lugar en donde el lector se sitúa de golpe. Es como el cambio de perspectiva que nos ofrecen los rayos del sol al iluminar un paisaje. Al cambiar de posición la luz cambia los perfiles de las cosas, y la percepción de lo que observamos. "...Las telarañas, con su geometría / tan cautelosa y pegajosa, y / también con su silencio...". En estos días, caminando por el campo, entre las matas, se pueden ver telarañas brillantes que han retenido gotitas de rocío. Los rayos de sol, al iluminarlas, ofrecen una perspectiva extraña, como de microscopio. Su estructura parece remitirnos a lo que dice el poema "...también con su silencio, / con su palpitación oscura / como la del coral o la más tierna / de la esponja, o la de piña / abierta, / o la del corazón cuando late sin tiranía..." La identificación de la telaraña con el coral es tan exacta que tengo la sensación de que Claudio Rodríguez también tuvo que ver a la fuerza una de estas telarañas que retienen las gotas de rocío iluminadas por el sol. Y en Noviembre, este mes tan extraño y limpio, de días tan cortos y de mañanas tan inflamadas de rocío.

domingo, 15 de noviembre de 2015

El mar de madrugada, tan cerca de París

El amanecer es muy luminoso. Un hombre camina por la playa en bañador, los rayos aún fríos del sol secándole poco a poco. Me voy hacia un extremo de la playa para ver el islote, con su torre a un lado, como si esperara que alguien tuviera que decidir algo acerca de ella. En un pequeño recoveco hay una tienda de campaña bien cerrada. Sus posibles moradores aún duermen. Oigo voces, pero no de la tienda de campaña sino de más allá. Y enseguida detecto la procedencia. Un hombre sentado en una roca está haciendo un discurso sobre no sé qué pactos. Asegura que sólo van a pactar por dinero, y lo repite machaconamente. Por un momento me planteo acercarme a él, pero he de desistir, porque su discurso no quiere destinatarios, o quizás el único destinatario sea él mismo, y lo que habla es para escucharse, sin remedio. Voy hacia atrás, dejo al orador en su afán de esclarecer los pactos, y me fijo que además del hombre en bañador ahora también hay una mujer joven, pero no en bañador, sino vestida con pantalones color crema y chaqueta vaquera. Camina con ligereza, para respirar el aire marino y quizás para acompañar al hombre en bañador. El mar está quieto, y el sol no deja que miremos al horizonte, hacia levante. Hay dos barcos fondeados cerca de la playa, a cien metros, más o menos. Nada se puede intuir acerca de sus propietarios. El mar está muy limpio, el agua es transparente, el hombre que se ha bañado lo habrá agradecido. Por la mañana, tan temprano, el mar se ha de revelar por fuerza como necesario para entender la claridad. Suena casi a irreverente esta apreciación de la belleza del mundo más inmediato, después del horror de los atentados de París.

La angustia de la espera

El viernes por la noche le llamaron a París. No contestó. Seguramente no ha llegado aún a casa, pensaron sus padres. A los 28 años, un viernes por la noche, lo más normal es que haya salido a cenar con los amigos; qué joven no aprovecha la noche que anuncia el fin de semana. Su madre le envió un mensaje. Pero tampoco contestó al mensaje. Ella le suele enviar mensajes con relativa frecuencia, y aunque él no los conteste enseguida la respuesta llega, al cabo de una hora o dos. Es que eres una pesada, mamá, le ha dicho infinidad de ocasiones. No nos preocupemos, no está en su casa y con el ruido que suele haber no habrá oído el sonido del whatsapp, se decían el uno al otro, más el padre a la madre, que la madre a él, más callado y reconcentrado, más encerrado en su creciente confusión y temor, ya congoja. La noche fue muy larga, y la contestación a los mensajes no llegó, ni levantó el auricular del teléfono de la casa, y el teléfono móvil parecía sonar en el vacío, como si estuviera abandonado en algún lugar inaccesible. Esperemos a mañana, le dijo él, ya verás que todo tendrá una explicación. Y ahora quien se callaba era ella, después de encender y apagar el televisor una y otra vez. Qué más había que oír. Las noticias eran confusas, pero las calles del atentado eran del centro de París, y por allí andaba su hijo. Qué tenían que hacer, cuál tendría que ser el primer paso para abrirse camino en esta angustia que los atosigaba. A las diez de la mañana ella se puso a llamar con insistencia: una llamada al móvil cada medio minuto, infatigablemente. No perdía la esperanza ni un solo momento, pero él, el padre, no hablaba ni se movía, de pie, mirando desde la ventana hacia el exterior, mientras ella, su mujer, insistía e insistía. Y así se sucedieron la una a la otra más de cien llamadas sin respuesta. Finalmente se oyó la voz del hijo, con la resaca del sueño aún, y con la ignorancia absoluta acerca de lo que había ocurrido en París. 

PD.- Recuerdo ahora mismo la película London River, de Rachid Bouchareb. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

Las piedras del paisaje

Por la mañana salimos de excursión por los alrededores de Bunyola.  La belleza de las piedras es una de las expresiones más hondas del paisaje. Las piedras son mucho más que piedras. Tengo la sensación de que con el tiempo van adquiriendo formas que nos dan ocasión de entrever la historia de la humanidad. Las hay que nos recuerdan la cara de un hombre primitivo, o de un pez que despareció hace millones de años, o de un animal que sólo puede ser imaginado. En las piedras siempre hay restos del pasado de la tierra, incrustados en su superficie, en sus líneas quebradas, en su destierro: algunas son fragmentos de rocas despeñadas. Habría que investigar la transformación de una roca en piedras, y cómo una piedra con el tiempo se moldea gracias al viento, al sol y al agua, para convertirse en una forma de animal prehistórico. Caminas por la montaña y no sabes dónde se cruzan el pasado y el presente, pero sabes que coexisten en estos parajes que perviven sin apenas intervención humana. Lo que se observa se desmenuza en la mirada, que escruta y escoge, que se detiene a ratos en algo que succiona especialmente tu interés. Por la noche, cuando llegan las primeras imágenes del atentado en el centro de París, el contraste entre la supuesta civilización y las piedras de la montaña se convierte en un esquema absurdo de lo que ha sido el día de hoy: parece más civilizado el paisaje a solas que nosotros.

(Diario de Algún Otro)   

jueves, 12 de noviembre de 2015

¿Puede haber espacios neutros?

Salgo de casa al atardecer con la intención de caminar por el centro de Ciutat sin importarme demasiado la ruta. No hace falta ir a un sitio concreto. El azar de ir a la izquierda en vez de hacerlo a la derecha nos somete a directrices no previstas, en principio, pero indiferentes al hecho mismo de caminar, que busca su satisfacción en un dejarse llevar sin consecuencias¿Ciutat en las tardes de otoño se convierte en un espacio neutro? Es decir, ¿se puede pasear por Ciutat sin pensar en nada, gracias a que la temperatura agradable, los escaparates iluminados, la distensión de lo que se ve, en suma, permiten que caminemos sin rumbo fijo, y sin importarnos que la vida madura pueda ser indiferente a lo más inmediato?  Es muy conveniente de vez en cuando no pensar en nada, hacer que lo que vemos no nos asalte cargado de mensajes sobre la vida de la comunidad. Lo neutro podría ser también ausencia de trascendencia: caminar y nada más. Sin embargo, la verdad sea dicha, no he podido escabullirme del olor a orines casi fosilizados en la calle Socors, o del desconsuelo de comprobar que se siguen construyendo pésimos edificios. ¿Entonces no es posible, definitivamente, lo neutro? Pues no, parece ser que no es posible. Cualquier mirada ha de tomar partido, irremediablemente

Cataluña

http://cadenaser.com/ser/2015/11/09/videos/1447054804_812804.html

lunes, 9 de noviembre de 2015

Probando una y otra vez

Los mejores momentos para trabajar en actividades más o menos creativas -pueden ser casi todas: las que necesitan ejercitar el pensamiento, o las manos, o ambas cosas a la vez: el pensamiento y el trabajo manual, no están tan lejos como algunos suponen- no se producen gracias al azar, o a la inocencia de una inspiración que llega de fuera por arte de magia. Es decir: no puede uno estar esperando a que las soluciones a nuestros deseos caigan del cielo. Tan sólo cuando estamos en ello, probando una y otra vez, a veces sin sacar nada en claro, es cuando quizás acertemos. Incluso en las acciones más repetitivas se nota la disposición a hacerlo bien. Hay una realimentación, un ir y venir desde el resultado hacia la disposición.  Me gusta esta constatación de Gustav Mahler: "Sólo compongo cuando tengo experiencias intensas. Y sólo cuando compongo tengo experiencias intensas"

(Diario de Algún Otro)

sábado, 7 de noviembre de 2015

Una escena que transmite serenidad

La ciudad puede tener mensajes más o menos cifrados, y también puede mostrarlos con su código abierto, bien a las claras. Al atardecer, quizás la presencia de los otros te desvela lo que hay que mirar a través de la propia experiencia. Estás sentado en un banco del Paseo del Borne, y tu cabeza te da vueltas, es decir: la dimensión de lo que piensas es una pura elucubración sin contenido coherente. Pasa mucha gente joven, y algún viejo embebido en sus pensamientos, quizás tan inconexos como los tuyos. La madurez no requiere excesiva discreción, se suele decir, y sin embargo es necesaria: qué sería del mundo sin las formas, sin la educación basada en un convenio que sirve para entender la necesidad de protegernos, sin la verdad de determinadas apariencias que nos permiten vivir sin llamar la atención. Y enfrente de ti te fijas en una familia entera, una pareja con sus cuatro hijos, todos pequeños, de edades escalonadas, desde un año, que puede ser la edad del pequeño, hasta los siete u ocho del mayor. El pequeño lloriquea, en el cochecito empujado por la madre. El padre atiende una llamada telefónica, pero está atento a su mujer y a los hijos, se le nota en la mirada, en los gestos, en que no tiene los cinco sentidos en la conversación telefónica. Al contrario, mientras habla por teléfono no deja de atenderles. Mientras, el pequeño que llora exige atención, pero no es un lamento que irrite; al contrario, es un lamento que empuja a los hermanos a la ayuda, a que no se sienta solo. Uno de los hermanos, el mayor, releva a su madre en el control del cochecito, mientras el segundo en edad se acerca al hermanito y le  consuela. El padre ha dejado de hablar por teléfono, y el hijo que deduces que es el tercero en edad se le acerca cariñosamente, y el padre lo recibe con una caricia en el pelo. Esta manera de entenderse, sin que sean necesarias las palabras dichas, es el lenguaje de las certezas. Un hijo se siente arropado por su padre; el padre siente que su hijo le necesita: la razón de los sentimientos se deja llevar por la intuición, y todo es tan limpio como si se supiera sin ninguna duda. El hijo mayor le dice algo a la madre que no puedes oír, porque es un susurro, pero se nota la confianza, y la disposición a aceptar la ayuda, o de ofrecerla sin pedir nada a cambio. Qué importa además, si no hay transacción alguna: lo que se da es a cambio de nada. El hijo le dice algo a la madre, y ella también le dice algo, pero no con palabras, sino con un movimiento de sus ojos, que pestañean como si bastara una mirada para enlazar sus corazones. Se transmiten tranquilidad, y un sentimiento de ternura que es el vínculo que los une. En las miradas se transparenta todo, en la manera de moverse y de relacionarse, la vida que se comunica entre los seis, un entrelazado de sentimientos que al haberse cruzado contigo esta tarde te han dado una parte esencial de sí mismos sin apercibirse de ello, sin apenas saber que su normalidad es conmovedora.

(Diario de Algún Otro)

  


jueves, 5 de noviembre de 2015

Adelfas en la autopista

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Las adelfas sobreviven en el ambiente hostil de la autopista, y subvierten la idea romántica de la flor en el sitio adecuado. Me acuerdo de R. L. Stevenson, que pone en boca de uno de sus personajes la enigmática frase El infierno tiene hermosas llamas.

(Juan de Irati)

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Mallorca en otoño

Contemplo el mar con la voluntad de celebrar esta tarde de otoño, como si el mar fuese un fondo de paisaje pero también una experiencia luminosa: de hecho, cuando te sitúas frente a él no puedes dejar de mirarlo. Incluso a veces este hecho tan simple puede ser un recuerdo de otras tardes de noviembre como ésta. Hay imágenes que erosionan los recuerdos, pero hay otras que los afianzan y los excitan con una fuerza incontrolable que surge desde alguna esquina ignorada de nuestro interior. En la terraza están todas las mesas ocupadas. Sólo nos separa del mar la calle y la continuación de la terraza, en donde hay una pareja de jóvenes que se dan la mano. El vendedor del cupón de la Once pasa por la acera, casi rozando a las tres parejas que están en primera fila: me fijo en la más joven, aunque la joven es ella, con su pelo rubio recogido en un moño, delicadamente. El sol entra por la izquierda, desde la bocana del puerto, acercándose ya al horizonte radiante con los espléndidos colores cálidos del otoño, que se acentúan aún más después de un día de lluvia y de viento. Muchas gaviotas revolotean sobre un barco de pesca que se acerca. El barco tiene un nombre portentoso: Es Morràs Segon. Hay un marinero a proa con la cuerda entre las manos para preparar el amarre, y hay gente que camina por el paseo y que se detiene a observar las maniobras. Es un momento mágico, porque el final de todos los viajes puede ser interpretado por la imaginación de aquellos que lo contemplan. Después, ando un rato por la orilla y veo que en la playa hay algas, algas verdaderas. Una niña echa pan al mar para que se lo coman los patos. Cuando los patos se acercan se ríe con entusiasmo. Su madre lleva el pan en una bolsa, y se lo ofrece poco a poco. Así durará más. Los padres de la niña dejan traslucir confianza por la vida, y amor. Al alejarme de ellos abrazo su futuro con melancolía, y les deseo lo mejor. Continúo andando hacia poniente, hacia el horizonte anaranjado. A mi espalda el cielo es muy azul aún a pesar de que la tarde está cayendo.
No sé si mirar en la dirección de la montaña herida. Lo hago, a regañadientes, y entonces aparecen varias grúas.

martes, 3 de noviembre de 2015

Un ordenador antiguo

Me llama la atención una fotografía de Lee Friedlander en la que se ve a una empleada de una oficina de Nueva York tecleando el ordenador. La manera de vestirse, su postura corporal, podrían ser las de alguien de ahora mismo. Lo que hace que la fotografía nos parezca 'antigua' es el ordenador.  Los ordenadores de sobremesa de 1992 parecen muy antiguos, con su pantalla grande y profunda, parecida a los televisores de antaño. La tecnología no sólo ha evolucionado a velocidad de vértigo durante estos últimos años sino que, a la par, hemos transformado imperceptiblemente nuestra percepción del tiempo. No se le intuye una asíntota a esta rápida evolución. Es como si la aceleración fuese cada vez mayor. Y ya se sabe que si aumenta la aceleración aumenta la velocidad, y si aumenta demasiado la velocidad se puede producir más de un revolcón.

lunes, 2 de noviembre de 2015

20-D

Dentro de poco va a empezar oficialmente la campaña electoral, y de nuevo seremos bombardeados por eslóganes sin contenido alguno, como si fuésemos tontos a los que hay que aleccionar y confundir. ¿Por qué votamos a los que votamos? ¿Para defender nuestros intereses? ¡Pero si nuestros intereses son siempre opacos, y no es nada fácil identificarlos! ¿Y los intereses de la comunidad en la que vivimos, del país entero del que somos ciudadanos? Y sin embargo la democracia es precisamente esto: la dificultad de creer que existen soluciones a nuestros problemas, porque los problemas no se pueden aislar los unos de los otros, y en las relaciones que se establecen entre ellos no hay más que contradicciones. La democracia es precisamente el sistema que no oculta sus reveses, y que se afana en solucionarlos, aproximándose a ellos mediante un acercamiento basado en pactos, en el reconocimiento de que la solución definitiva no existe, y aún en el supuesto de que existiera su validez sería temporal.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Cementerios

Acudir al cementerio para visitar la tumba de nuestros antepasados: se suele hacer para no alejarnos demasiado de nosotros mismos, que somos al fin y al cabo depositarios de una memoria. Pero es necesario cambiar de perspectiva para poder saber algo más, o para entender mejos en qué consiste esta tradición. Por qué no cambiar ligeramente el punto de vista. A veces la tradición es una losa que nos impide avanzar, y nos somete a una intransigencia que frena inconscientemente nuestro afán de saber más acerca del mundo, y acerca de nosotros mismos. Dejar de lado una tradición, aunque sólo sea por un matiz, puede ayudarnos a disfrutar más de algo que es una obligación, más o menos aceptada a regañadientes. El pasado viernes, con Carlos Garrido, pude celebrar una nueva manera de relacionarme con el cementerio de Palma, que es un museo de emociones y un refugio. Conocer algo más acerca de este lugar tan desconocido produce una sensación de alivio y de descubrimiento. Está en un sitio por cuyos alrededores he de pasar a veces tres o cuatro veces al día, y como yo muchos otros ciudadanos, por lo que es obligado considerarlo como una parte relevante del paisaje de nuestra experiencia visual. Sus muros, las cúpulas de algunas de las tumbas, las cruces: todo lo vemos desde fuera. ¿Por qué no entrar y verlo de cerca? Por qué no hemos de saber algo más sobre un lugar que forma parte de la ciudad. Pero cuando le he comentado a algunos de mis allegados que iba a visitar el cementerio a las once de la noche me han mirado como si me hubiera dado una fiebre súbita sin motivo alguno, algo que no cuadra con mi carácter de persona más o menos equilibrada y tranquila. Al cementerio se va por Todos los Santos, a media mañana con un ramo de flores, ¡pero no a media noche! Y sin embargo hace ya tiempo que descubrí el valor sentimental de los cementerios. Uno de los cementerios de Copenhague, en el centro de la ciudad, es un hermoso jardín en el que hay jóvenes que hablan animadamente, o padres que pasean a sus hijos en sus cochecitos, o personas de cualquier edad que conversan plácidamente mientras caminan por las sendas como si lo hicieran por cualquier otra calle de la ciudad. En Berlín desayuné durante varias semanas en una pastelería deliciosa que está situada justo al lado del cementerio municipal de Schöneberg, que es un museo de la memoria del siglo XX en el que reposan muchos soldados alemanes que murieron en las dos guerras mundiales. Los nombres de los jóvenes de la 1ª Guerra, de la que ahora se cumplen cien años, y los de las 2ª, tan reciente aún, son reclamos de la memoria, nombres que suguieren contemplación activa, y el homenaje de una oración laica. Las tumbas son de una sencillez que denota un buen gusto que sólo puede ser el resultado de lo mejor de nuestra civilización. Y en Palma, en nuestro cementerio, hay también huellas de una fuerza poderosa. Ahí está el trabajo de nuestros buenos escultores, Miguel Arcas, Tomás Vila, Joan Grauches. La vida de este último es la vida de una persona sin suerte, un artista que acabó en la ruina económica y en el olvido. Durante la visita, se leyó el comentario que hizo de él el escritor Mario Verdaguer. Qué noche. El cielo tan profundo sobre nosotros, las palabras necesarias para explicar el significado de lo que vemos, esa ardiente convicción de haber estado ahí, en el lugar preciso en que la memoria perdura, aunque a veces no seamos capaces de enfrentarnos a ella.

Casi Todos los Santos

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Incluso en la costumbre de acudir a los cementerios durante estos días, cuando alguien dice lo que yo siempre solía decir: también se puede ir cualquier otro día del año, qué más da un día que otro, incluso en esta costumbre hay una necesidad interior de justificarnos delante de nosotros mismos, pero también de manifestarnos que seguimos recordando, que aquel a quien vamos a ver en su morada definitiva nos sigue pareciendo digno de permanecer en nuestra memoria. Es evidente: podríamos ir otro día, el año es largo y da mucho de sí, pero a medida que pasan los años se estrechan cada vez más y nos hacemos muy dependientes de justificaciones equivocadas, o superficiales, o pretenciosas, y amparándonos en ellas dejamos de ir, y así se quedan los muertos: olvidados.

Juan de Irati