domingo, 31 de agosto de 2014

Lugares para vivir

Abro la ventana porque hace calor, y en la ventana del televisor veo a Serrat y a Sabina dedicando una canción a Estela de Carlotto, en Buenos Aires. Es de noche, quizás la noche triste de algún hombre o mujer que late en la mía. Cada uno de nosotros vive en su cuerpo y en otros cuerpos, abriéndose camino por lugares insospechados. Sería muy difícil vivir si en el mundo sólo estuvieran los vivos, leí no hace mucho en algún sitio, pero no recuerdo cuál, ni quién lo dijo. La sinceridad es un espejismo que se balancea en el corazón de los vivos, pero con frecuencia es afectada y cansina. Desde la ventanilla del vagón del tren en el que viaja por Argentina, Sabina cuenta algo que no entiendo, como una canción que nos transmite fervor, y un poco de humor, que atenúa el dolor que siempre atraviesa la realidad, aunque no queramos enfrentarnos a él. Sabina y Serrat viajan juntos, y Argentina es su paisaje de amistad, entre canciones y decires frágiles, y yo también me subo en el último momento a ese autocar, o al tren, o a la noche absurda iluminada por una farola que veo desde mi ventana. No hay estrellas radiantes, como en mi juventud. Sólo recuerdos.

La intensidad del paisaje

En un puñado de versos se reproduce una escena cotidiana. Dos hermanos viajan en coche. No van a ningún sitio. Es indiferente el destino del viaje. Incluso podrían detenerse y echarse en la orilla de la carretera a descansar. Si el que viajara fuera yo, miraría por la ventana sin preocuparme en exceso. La intensidad del paisaje está en mí, podría decir, sutilmente, como si las palabras pudiesen describir la mirada. Pero mi hermano me da un suave codazo, y quizás vaya a ocurrir algo.

Motivo: 'Bebiendo en el coche', Raymond Carver

jueves, 28 de agosto de 2014

La música nos empuja a la vida

Estoy comiendo en la cocina, mientras en Radio Clásica emiten el Libérame del Réquiem de Verdi. Saboreo los pimientos del piquillo y la lechuga, y la música de Verdi se expande por mi casa como si hubiera llegado de un lugar desconocido, porque aunque Verdi me resulta familiar esta pieza parece que se nutre de la belleza de las contradicciones de la vida: lo fúnebre y lo gozoso se alternan al igual que en la experiencia de cada cual. La música nos empuja a sentirnos lejos de los límites que en principio invoca. Un Réquiem no tiene que ser tenebroso a la fuerza, nos dice Verdi, o por lo menos yo siento que me lo dice, porque lo que nos lleva a descubrir la vida de los otros adquiere toda su profundidad en el momento de una despedida. Así es el alma humana, una dimensión de lo desconocido que se va descubriendo  mientras lo que se nos ofrece nos muestra una cara apenas esbozada. Sigo comiendo la lechuga y los pimientos del piquillo, la música serpentea por el espacio de mi cocina, y yo intento saborearlo todo a la vez, razonablemente.  

Zapatera

Es frecuente que los zapatos ahora se guarden en una zapatera, pero ni mis abuelos ni mis padres la necesitaban, porque los pares de zapatos que tenían eran los imprescindibles. Los zapatos de vestir eran sólo para las grandes ocasiones, que solían ser pocas, mientras que los zapatos de cada día eran remendados una y otra vez para que su uso se prolongara años y años. Ahora, en cambio, los zapatos se compran no tan sólo para usarlos sino para gozarlos. Cambia la moda, y el placer de comprarse unos zapatos nuevos ha pasado a formar parte de las costumbres de mucha gente. Ayer me llamó A. para decirme que fuera a casa de su amiga R. a ayudarle a descargar del coche dos zapateras que R. acababa de comprar en unos grandes almacenes. Al descargarlas del coche, me sorprendió el peso desproporcionado de las zapateras. Cada una de ellas era un bulto tan grande como una puerta, y por el esfuerzo que había que hacer para llevarlas a la casa me pareció que en las cajas había un objeto metálico. ¿Por qué ha de pesar tanto una zapatera? Uno se deja llevar por la desproporcionada relación que establecemos entre el mundo y nuestras necesidades, lo cual nos obliga a comprar muchas cosas que no sé si sirven para algo. Seguramente sí: una zapatera sirve para colocar zapatos, pero es indudable que una vez que tenemos la zapatera en casa habrá que comprar más zapatos para llenarla, o de lo contrario no habrá servido de nada la compra que acabamos de hacer. Claro está que quizás con los zapatos que tenemos ya llenamos una zapatera, y por esto hemos comprado dos. Así, si la segunda aún queda incompleta, nos va a estimular a llenarla cuanto antes. Y así sucesivamente, ininterrumpidamente.  

martes, 26 de agosto de 2014

Ver el mar

En mi infancia el mar era sólo un horizonte. Una o dos veces al año íbamos a la Colonia de Sant Jordi a comer una paella. Y aquél era mi día de mar. Lo que todavía se me aparece como extraordinario es la sensación de llegar al mar. Entrever su masa azul entre los pinos, al fondo de la carretera, ver un barco flotando suavemente, dejarme llevar por la sensación de un descubrimiento. Porque el mar era un descubrimiento. En apenas cincuenta quilómetros se convertía en algo real, tan real que podía introducirme en él como si fuera un mundo nuevo en el que había arena, rocas y peces. Desde mi pueblo era sólo un horizonte, y en la realidad no parecía tener límites, porque la esfericidad de la Tierra le confería un carácter de infinitud. Lo había estudiado ya en el libro de geografía. Por la tarde, al regresar, sentía que algo de mí se quedaba al lado de las rocas, una parte de mi 'yo' que tan sólo podría recuperar al cabo de un año, cuando regresara otra vez. De noche, antes de dormirme, en la cama, aún con los ojos abiertos, empezaba a soñar en el barco de vela que había visto por la mañana. Yo viajaba en él, y veía otros barcos, y el viaje no tenía un destino determinado. Su finalidad era el mismo viaje, como si fuera un sueño.

El padre de Raymond Carver

Muchos poemas de Raymond Carver tienen un cuento en su interior, la esencia de un relato que va más allá del poema y que cada lector ha de completar. 'Fotografía de mi padre en su vigésimo segundo aniversario', por ejemplo. El hijo contempla una fotografía de su padre, cuando era joven. En una mano sujeta las percas que ha pescado, y en la otra una botella de cerveza. Quiere aparentar seguridad, pero no lo consigue, porque los ojos le delatan, y también las manos, que sostienen con una firmeza dudosa la ristra de percas y la botella de cerveza Carlsbad. El lector se ha de imaginar la fotografía, y sobre todo cómo mira el hijo al padre, sentado en la cocina. ¿Cómo miramos a nuestro padre cuando nosotros somos mucho mayores que él cuando pescaba en el río y bebía cerveza? Qué importa, nos dice Raymond Carver: no sé cómo darte las gracias, sólo sé que te quiero.

lunes, 25 de agosto de 2014

Desde estas altas rocas pudiera verse el mar

'Desde estas altas rocas pudiera verse el mar' es el título de un libro de Pablo del Águila que conservé durante mucho tiempo en mi biblioteca y que desapareció por algún motivo que desconozco. Me acuerdo de él, ahora que ando por estas calles que van a dar al mar, en esta tarde tan luminosa y tan limpia, bajo un cielo azul sin nube alguna. El paseo acaba cerca de las rocas, en el bar que hace esquina. A través de los ventanales abiertos puedo ver los barcos fondeados y un trocito de horizonte. La experiencia de otros veranos me hace sentir la fuerza poderosa de este momento de concentración en que la memoria se agita para liberar el pasado de su escondite. Las neuronas de una rama medio escondida en algún pliegue del cerebro se despiertan y es entonces cuando me veo en bicicleta, a los 12 años, sin importarme para nada el intenso calor, por los caminos de los alrededores de Sa Cabaneta, en compañía de algunos amigos a los que aún puedo nombrar con un querer complaciente: Miquel, Miguel Angel, Joan, Sebastià. En este vaivén entre el pasado y el presente se va determinando poco a poco la manera de enfrentarme a la verdadera razón de recordar, que quizás no sea otra que vivir intensamente en esta combinación de imágenes de ahora mismo y de ayer, un ayer no tan lejano como parece, porque estas imágenes están a mi lado como si las estuviera viendo en una pantalla imaginaria de muchas dimensiones. El mar es lo único que no cambia, por lo menos en lo que concierne a su aspecto exterior, ya que a fin de cuentas no es más que una superficie que como mucho está punteada de crestas blancas creadas por la brisa. Pero si en cuanto a su aspecto exterior puede parecer que no ha cambiado, en todo lo demás, en aquello que le añade nuestra mirada, la transmutación es de una complejidad que me devuelve a mi ansia de buscar en mis recuerdos alguna explicación, que desgraciadamente no llegará nunca. Lo más limpio es el título del libro de Pablo del Águila, aquel joven poeta granadino cuyos versos conozco gracias a mi amigo Antonio. 'Desde estas altas rocas pudiera verse el mar', me digo de nuevo, y entonces me dejo llevar por la superficie limpia y azul que tengo delante de mí, suavemente.

 Motivo: Un paseo entre las rocas, cerca del mar, y el recuerdo del libro 'Desde estas altas rocas pudiera verse el mar' de Pablo del Águila.

domingo, 24 de agosto de 2014

Contemplación de un granado

Cuando aún falta un mes para que empiece el otoño, las granadas del jardín de mi madre se pueden ver como si su belleza fuera un vivo estímulo para la mirada, que distingue su presencia en un árbol tan humilde, tan desposeído de grandeza, de porte tan sencillo que puede pasar desapercibido el resto del año. En estas últimas tardes, tan limpias y delicadas, las granadas comunican a quien las contempla la sensación de plenitud que se recibe como un don cuando uno ha cruzado la frontera en que la edad es una medida de lo que nos rodea. El granado es hijo del que sembró el tío Toni hace más de 50 años, que durante décadas nos dio unos frutos densos, carnosos, con los colores del otoño concentrados en la corteza anaranjada con vetas difusas de marrón y de amarillo. Me acerco al granado que es hijo de aquél, y miro sus ramas flexibles, y observo cómo soportan cada una de ellas el peso de cinco o seis frutas redondas, y cuyo origen está en Irán y Afganistán. En este movimiento de mi cuerpo entero hacia el árbol que resplandece al atardecer, hay gozo en la aceptación de la belleza que se nos ofrece no sólo para alimentarnos sino para ayudarnos a relacionar los diferentes lugares de la Tierra que comparten con lealtad el Mundo en que vivimos.

Génova

En una casa que no es la nuestra la tarde transcurre como si acabáramos de descubrir un lugar, una manera de mirar, y quizás un pasadizo a la claridad. Miro por la ventana hacia la montaña coronada por nubes blancas, y me siento rodeado por una vasta extensión de árboles domésticos: limoneros, nísperos, granados, olivos, almendros, algarrobos y arbustos coronados por buganvilias. Génova podría ser una leve sonrisa de cualquier paisaje de cualquier lugar del mundo, en esta casa que no es nuestra y que nos acoge para que la mirada nos delate: nos acoge Kira, una perra de los fríos del Norte que reposa, que se arrellana a nuestros pies como si quisiera ser atendida por el arrullo de los cuidados de I., conocedora ya de los principios de esta relación que durará sólo una semana. Cambio de sitio y me voy a la terraza, con un libro que me cuenta historias de otro tiempo y con el mar delante de mis ojos, pero lejos de cualquier deseo de acercarme a él: ahí está, sin más, un azul en el horizonte que desaparecerá en la noche. Cómo será Génova cuando no esté Kira, o cuando no estemos nosotros, cuando estos árboles domésticos sean observados por otros que nos reemplazarán, meditando como yo para saber algo que no puedo programar por anticipado. Qué descubrimos cuando no hemos buscado lo que tenemos delante de nosotros, y sin embargo nos sumergimos en ello para continuar viviendo limpiamente.  

sábado, 23 de agosto de 2014

'Luz en los balcones'

Regreso a Ciutat por la autovía como si las montañas del fondo fueran la visión de lo que uno espera encontrar más allá de sí mismo. Pero esta visión fugaz se debe a que escucho a Fernando Terremoto cantar 'Luz en los balcones', justo cuando el sol soñoliento empieza a ponerse en una explosión de nubes de colores. Qué sensación tan iluminadora me está resultando ir por la autovía con las ventanillas abiertas y el canto por bulerías inundando esta atmósfera veraniega, que parece transportarme por un lugar nuevo, lleno de adelfas de colores vivos, los edificios de los alrededores convertidos de repente en referencias de un paisaje que se ve desde este balcón imaginario de mi coche. Uno se deja llevar por sensaciones que son fruto del azar, o de una búsqueda que nos convierte en habitantes de un mundo necesario, aunque sólo sea por unos instantes, fugazmente.

Motivo: 'Luz en los balcones'
Interpretada por Fernando Terremoto
https://www.youtube.com/watch?v=D57UOg9VDSQm

Interpretada por Miguel Poveda
https://www.youtube.com/watch?v=2G2HNaBa4ng&list=RD2G2HNaBa4ng#t=335




viernes, 22 de agosto de 2014

Ruidos

Camino desde Génova hasta el mar, y al pasar por debajo del puente, cerca de la rotonda, el ruido de los coches me indica que no se puede huir del ruido. Vivimos en el ruido, pero el de los coches no es el único. En las señales que se transmiten, sean analógicas o digitales, también hay ruido, y en los mensajes que recibimos a través de los diferentes medios de comunicación hay mucho contenido inútil: un ruido que nos llega en forma de datos sin ninguna información. Al caminar se desvanecen las distancias entre nosotros y el mundo: somos parte de él en todos sus aspectos. Quizás también nosotros seamos ruido, los verdaderos causantes de las  contradicciones en las que vivimos sumergidos, como si buceáramos en la incertidumbre que hemos provocado. A ambos lados de la carretera hay papeles, plásticos, botellas: un ruido de suciedad que se ha ido acumulando con el tiempo y que una tormenta de otoño arrastrará al mar. Nuestro deseo de buscar la tranquilidad ha de toparse por fuerza, tarde o temprano, con la realidad de las evidencias: el mundo que hemos ido haciendo no es sólo un escenario, sino que forma parte de nuestra mente, es un yo extendido. De regreso, me fijo en una mujer sentada en una silla, en el balcón de su casa. Su mirada parece perdida en el pasado, como si no quisiera ver lo que ocurre a su alrededor. Pero nadie puede dejar de mirar, porque sólo en lo que se nos ofrece podemos encontrar el sustento necesario para avanzar, aunque esté mezclado con ruido.

jueves, 21 de agosto de 2014

Un lugar adecuado para conversar

Hay lugares que invitan a la conversación porque ofrecen las condiciones ideales para que las palabras fluyan con facilidad. Ayer, hablando con Alicia en la librería Babel, rodeados de libros y envueltos en una luz muy suave que entraba desde la calle, conversábamos plácidamente, sin obstáculos, y mi única preocupación era el reloj, que parecía ir demasiado deprisa. Había otras personas, de pie, acodadas a la barra, pero su conversación no perturbaba la nuestra, de manera que el volumen de nuestra voz era el justo para que pudiéramos entendernos, mientras que el murmullo de los que hablaban cerca de nosotros era parecido al de las hojas de los chopos cuando caminamos a la vera de un río. Hace un año, más o menos, mientras estaba sentado a la misma mesita, un señor acodado en la barra, sentado en un taburete, me dijo que a él le encantaba tomar café sabiendo que a su espalda había estanterías llenas de libros que lo acompañaban como si estuviera asistiendo a una conversación interminable en la que ejercía de oyente con extraordinario placer. Nunca leeré todos estos libros, me dijo, quizás tan sólo unos pocos, un pequeño porcentaje de ellos, pero su presencia me ayuda a sentirme humano, a saber que existe algo que es capaz de ofrecerme consuelo, y valor. Recordé vagamente su cara, por haber visto fotografías suyas en la prensa. Era un poeta cuya poesía transmite las mismas sensaciones que su presencia física. Nada hacía presagiar que ahora haya tenido que utilizar el pasado, Era, pero la vida tiene un comienzo y un final, aunque siga en los recuerdos, afortunadamente.  

Memoria imaginativa

¿Cómo modifica la memoria los recuerdos? Hace poco, le mostré a mi tío Juan una fotografía en la que aparecen tres personas relacionadas con mi infancia: mi bisabuela materna, mi abuela materna y X. Mi tío me asegura que X era Joana, una vecina de mis abuelos con la que yo me cruzaba muchas veces por la calle. Era una persona que me hablaba con frecuencia, y que murió antes de mi adolescencia. Por la relación de vecindad que durante varios años mantuve con ella es evidente que mi memoria tuvo que elaborar muchos datos sobre su aspecto físico. Y ahí surge el dilema: mi recuerdo de ella no tiene nada que ver con la persona que aparece en la fotografía, y que mi tío asegura que es Joana. Por supuesto, considero que es verdadera la aseveración de mi tío, ya que él la conoció durante más años que yo, y en su madurez, lo que a mi entender le da a su afirmación un carácter de 'verdad'. ¿Es posible que la memoria sea más fiable en la madurez? ¿Quizás los recuerdos de la infancia han sido sometidos a tal transformación que la memoria nos los devuelve tergiversados, sin relación alguna con lo vivido?

miércoles, 20 de agosto de 2014

Llamada a la razón

El Papa ha levantado el veto a la beatificación del arzobispo Romero, asesinado en El Salvador en marzo de 1980. El papa Francisco está demostrando desde que inició su pontificado que la capacidad de decisión ha de estar por encima de sectarismos y prejuicios, a los que tan acostumbrados nos ha tenido la Iglesia Católica, así como muchas otras organizaciones. La razón no dirige los actos de los hombres, sino todo lo contrario. Parece que vivimos una carrera desenfrenada para actuar de la peor manera posible. Las noticias de hoy no hacen más que corroborarlo. Sigue la guerra de Ucrania; no se detiene la violencia en Ferguson, Misuri, relacionada con la persistencia del racismo, lo que a su vez ha tenido repercusiones violentas en Nueva York; la tregua entre Israel y las milicias palestinas ha fracasado de nuevo; y los ataques contra trabajadores humanitarios se han doblado en el último año. En cuanto a España, la corrupción sigue siendo la neblina diaria que lo cubre todo, enmarañada con el revuelo de Cataluña, y la ausencia casi absoluta de debates sobre lo que más nos importa a todos: la superación de la crisis, la falta de trabajo, el horizonte de los jóvenes y la racionalización del gasto. Y sin embargo una mirada al entorno, a lo más inmediato, parece contradecir esta retahíla de sucesos: la preocupación por el futuro no parece ser lo más importante, no sólo la preocupación por el futuro de cada uno de nosotros, sino la preocupación por el futuro del mundo, sometido a una fuerte degradación medioambiental. Habría que mentalizarse para ir cambiando lo que hace falta que cambie, racionalmente  pero también rápidamente.

martes, 19 de agosto de 2014

Matices acerca de lo que se observa en una excelente fotografía

Recuerdo que en la novela 'El Señor de Ballantrae', de Robert L. Stevenson, alguien dice que 'en el infierno hay también hermosas llamas'. Hace ya tanto tiempo de aquella lectura que la memoria quizás haya alterado la sintaxis de la frase, aunque no el sentido. He de decir que la idea me produjo un rechazo inicial casi sin matices, porque por aquel entonces yo pensaba que en el horror es difícil que pueda existir ni tan siquiera la posibilidad de un atisbo de belleza. Lo he hablado con algunos amigos míos, y he observado que la respuesta es casi siempre confusa, sobre todo a medida que nos vamos haciendo mayores. Al llegar a cierta edad, muchos de nosotros hemos vivido algún huracán emocional, así que hemos rozado el horror alguna vez, o quizás incluso lo hemos sufrido directamente. De mi experiencia he aprendido que de las situaciones difíciles el mundo exterior puede llegar a parecer desagradable, y que la belleza ha de ser por fuerza un valor que se escapa por una rendija impenetrable. Esta reflexión me ha surgido esta mañana, espontáneamente, cuando he visto en el periódico la imagen de un reciente ataque aéreo. La contradicción proviene del hecho de que el bombardeo se manifieste por dos suaves columnas de humo en el horizonte, mientras que el paisaje es de unos colores vivísimos, una alternancia entre el marrón de la tierra, el azul del agua del embalse de Mosul, la línea de la costa, y el cielo translúcido surcado por el humo de los bombardeos. Son colores que sobreviven a las bombas, como si la naturaleza soportase estoicamente los desmanes humanos y nos concediera los vestigios de un orden que quiere sobrevivir por encima de las circunstancias más adversas.  A mí me sigue pareciendo difícil que del horror surja como por azar un amago de belleza. Al fin y al cabo, lo real no es tan sólo real porque sea una consecuencia de los datos de los sentidos, sobre todo cuando lo que percibimos como real procede de una fotografía, que ya es en sí misma un filtro a través del cual sólo cruzan determinados mimbres del mundo. Esta fotografía que he mirado con detenimiento esta mañana me ha parecido tramposa, por muy involuntaria que sea la confusión que el autor haya proyectado. Por esto, el lector, en la recepción de las noticias diarias, ha de vigilar los ingredientes de lo que se le ofrece, y ha de hacerlo cuidadosamente.
Motivo: 'Columnas de humo tras los ataques estadounidenses contra El Mosud (Irak)', fotografía de Khalid Mohammed, El País, 19 de agosto de 2014

lunes, 18 de agosto de 2014

Desde el avión

El avión empieza a moverse. Estoy sentado al lado de la ventanilla, y lo primero que veo es un molino que gira, y un poco más allá, de lado, el pueblo de Sant Jordi. Hacia el norte hay un bosque de pinos, y en una loma a lo lejos está mi pueblo, Sa Cabaneta. Debido a un giro del avión la perspectiva de Sant Jordi ha cambiado, y surgen los invernaderos de la carretera de Sineu. Ya estamos en la pista de despegue, y enseguida surge, muy bella, la bahía de Palma, el mar delicado que parece besar la tierra, los edificios, la delicada claridad que lo envuelve todo. Ya estamos en el cielo. En el extremo del ala derecha, debajo del alerón rojo, hay una luz que parpadea. Debajo, una enorme extensión de niebla, y arriba el cielo azul recorrido por franjas de nubes blancas. La velocidad constante equivale al reposo, cuya sensación se acrecienta por la falta de referencias. A medida que avanzamos la luz al frente del avión es más intensa, y su monotonía se altera porque aparece un rebaño de nubes de formas extrañas. Cerca de Valencia la luz intensa se ha extendido por todo el cielo, y las nubes extrañas se han convertido en un ejército. Ya no tenemos el mar debajo de nosotros, sino la tierra. Hay sombras densas en los repliegues del paisaje. Parece que esté todo despoblado, y que un informe sobre España en el siglo veintiuno podría coincidir con lo que decían algunos viajeros de hace tres siglos, que aseguraban no haberse cruzado con nadie durante tres días. Pero desde tan arriba la sensación es errónea. Aunque la densidad de población sea relativamente baja entre Valencia y Madrid, a varios kilómetros sobre la superficie la uniformidad, afortunadamente, es falsa. Cuando el avión desciende lentamente vemos una central nuclear, quizás la de Trillo, y el Mar de Castilla, y en un instante las autovías de acceso a Madrid. No sé si es verdadero todo lo que se observa desde un avión. Desde arriba la pérdida de detalle menoscaba la precisión. La experiencia de la lejanía se contradice con la necesidad humana de acercarnos a las cosas, pero ciertos aspectos de la belleza quizás sólo sean perceptibles desde una mirada que lo abarque todo de golpe.
(De unas notas tomadas en el avión de Palma a Madrid, 19 de junio de 2014)    

domingo, 17 de agosto de 2014

El jardín de la casa de mi madre

En el jardín de la casa de mi madre hay árboles, hortalizas, insectos, tortugas, plantas trepadoras, colores que cambian con las estaciones, gatos que van y vienen, pájaros que picotean en la tierra, un pozo agrietado por el laurel, y silencio. El almez y la morera han crecido mucho, y las hojas murmuran ese canto especial e inconfundible cuya causa es una brisa muy suave, sobre todo al empezar la tarde. La  jacaranda sólo existe por completo cuando florece, en primavera, pero el níspero, el limonero, el granado y el olivo tienen la certeza de sus frutos, que maduran con puntualidad todos los años, como si su existencia periódica nos ofreciese los ingredientes de la permanencia eficaz, la que se nutre de una especial vitalidad no exenta de dolor: esa plaga de pulgón, ese oscurecimiento de las hojitas, y la victoria momentánea gracias a los cuidados que les prodiga mi madre. Cuando me siento debajo de la enredadera para leer, me dejo llevar por la sensación de que todo lo que hacemos en la vida tiene su fundamento en el deseo de gozar de un lugar concreto en el que dejarnos llevar por el tiempo, un lugar en el que el tiempo fluya por nuestro cuerpo alimentándonos en vez de corroernos. Una abeja liba una flor, una tortuga se mueve entre las hojas caídas, el pino que hay al otro lado de la calle se balancea debido a una ráfaga de viento, pero al cabo de unos segundos mis sentidos parece que se han disuelto en la complejidad de lo que me rodea, y soy de repente un ingrediente más del jardín, espiritualmente

Viajar por el paisaje de lo cotidiano

Las sensaciones que experimentamos nos convierten en viajeros. Vamos de aquí para allá y en buena parte no decidimos casi nada sobre aquello que se cruza con nosotros. Hay muchos detalles que dependen de circunstancias imprevisibles. Los gestos de nuestro cuerpo son los gestos de un desconocido. A veces miro una fotografía y no logro recomponer el instante en que se tomó. Incluso dudo acerca de la identidad del fotografiado, si es que existe este espeso concepto, sometido a muchos bandazos. La dureza de nuestro pensamiento no nos permite valorar las relaciones entre lo que fuimos y lo que ahora somos. Salgo al jardín y observo que los árboles han recobrado su verdor, y el aire vuelve a respirarse con agrado, sin el sofoco de los días anteriores, afortunadamente.

sábado, 16 de agosto de 2014

Slavko Goldstein, y un recuerdo de 1980

Hace 34 años, durante un viaje en autobús con tres amigos míos, cenamos en un restaurante de carretera. Ya era de noche, habíamos salido de París unas horas antes y hasta la madrugada no llegaríamos a Amsterdam. Mientras avanzábamos con la bandeja hablamos con cuatro jóvenes risueños, como debíamos de serlo nosotros entonces. Nos dijeron que eran yugoslavos, y nos mostraron un afecto espontáneo, y aún ahora, tantos años después, recuerdo cómo nos saludamos con simpatía. Yugoslavos, españoles. Al igual que nosotros no dijimos 'mallorquines', o 'aragoneses' o 'andaluces', ellos tampoco dijeron que fueran 'croatas', o 'serbios', o 'montenegrinos', o 'bosnios'. Éramos dos grupos de yugoslavos y de españoles que nos habíamos encontrado casualmente en un viaje para estudiantes. Después, durante la guerra que empezó en 1991, y que duró diez años, me pregunté muchas veces qué habría sido de aquellos cuatro estudiantes que conocimos aquella noche de diciembre de 1980 en un restaurante de carretera situado justo después de la frontera, ya en Bélgica. Las fronteras eran más visibles que ahora, porque la Unión Europea era sólo un esbozo, un leve intento, aunque quizás ahora se haya convertido en un objetivo improbable. Me pregunté a menudo en aquella década de luchas absurdas qué les habría ocurrido a los cuatro compañeros de viaje. Dónde estarán ahora, pensaba yo. Me lo sigo preguntando, y hoy de manera especial porque he leído una entrevista a Slavko Goldstein, en la que, a la pregunta de si es escritor croata o yugoslavo, responde 'Diga usted yugoslavo'. La frase, que es el encabezado de la entrevista a página completa, se lee de una manera transparente, ya que el retrato de Slavko Goldstein ocupa la parte central y nos permite intuir cómo ha pronunciado las tres palabras: 'Diga usted yugoslavo'. Es un hombre maduro y risueño -esa sonrisa que coordinan sus ojos y su boca, levemente- que transmite humildad y sabiduría, y una determinación consciente de no enmarañar la vida. Hay en su cara un sabor a generosidad que es visible en la gente que ha luchado y que ha aprendido que del sacrificio se deriva a veces la recompensa del conocimiento. La verdadera sonrisa no procede de los labios sino, sobre todo, de los ojos, de una mirada que se mantiene viva con la edad, como si se dispusiera a hablarnos aunque sea desde un periódico. Con cuánta incertidumbre recuerdo a los cuatro jóvenes yugoslavos, risueños y amables de aquella noche centroeuropea, mientras contemplo de nuevo ese retrato de Slavko Goldstein, que en vez de ser el retrato de un desconocido me da la sensación de ser el retrato de alguien a quien conozco desde hace muchos años, melancólicamente.
Motivo: Entrevista a Slavko Golstein, Babelia, El País, 16/8/2014

viernes, 15 de agosto de 2014

Reencuentro con el hortelano

La sorpresa de no encontrar a alguien con quien te ves periódicamente puede producir desasosiego. Muchos domingos de verano, desde hace tiempo, voy al mercado de Valldemossa a comprar frutas y verduras. Encontrarme con Miguel, el hortelano, es un pulso de alegría que yo no cambiaría por nada. Con él mantengo una de esas relaciones entrañables, impregnadas de un calor verdadero, que surgen por azar y que se mantienen y acrecientan con el tiempo. Al llegar siempre nos da a probar una fruta, o una tajada de melón. Lo hace con todos sus parroquianos, aunque algunos no aceptan la invitación, quizás por timidez o por la extrañeza que les causa el carácter obsequioso de Miguel. Su ausencia, el domingo, convirtió el mercado en un espacio huérfano. Faltaba alguien, y era una falta tan grande que no había posibilidad alguna de reemplazarla con nada concreto. La mirada, deseosa de encontrar el puesto de Miguel, buscaba por otros rincones, quizás el vértice de más allá, pero al llegar al vértice de más allá se producía la decepción. ¿Le habrá ocurrido algo? Para comprobarlo fui con mi hija al mercado del Olivar, y por fortuna allí estaba, con su mujer y sus hijos, en su parada, al fondo del todo. Al vernos nos dio un higo a cada uno, y contestó a la pregunta crucial. Por problemas de salud no podía esforzarse en demasía, y ya no podría volver cada domingo al mercado de Valldemossa. Más delgado, pero con la alegría intacta, mientras el dulzor del higo suavizaba mi cuerpo, recordé aquella tarde de los años 60 en que llegó a la meta de San Marcial con la bicicleta al hombro, porque se había averiado antes de llegar a la meta. Pocos años después se convertiría en campeón de España en pista, y en un destacado corredor de clásicas. Cada momento vivido se relaciona con otros, que surgen para celebrar la complejidad de la experiencia, a veces salvando el estupor que nos produce avanzar a trancas y barrancas, pacientemente.  

jueves, 14 de agosto de 2014

Árboles que se adentran en el corazón con algo de nostalgia

Llegamos siempre tarde a la comprensión de los hechos, alguien me comenta, con un punto de resignación. Pero la comprensión no es la verdad, sino tan sólo un leve esbozo de la mirada que ha visto por vez primera con placer algo que le llama la atención. Últimamente siento apego por lo más inmediato, por aquello que siempre se me pasó por alto, como si no existiera. Hace unos días, un paseo me sirvió para descubrir árboles que no había asociado nunca a Mallorca, por lo menos en comunidad, tan cerca los unos de los otros. Nogales, tilos, castaños, álamos, encinas, alrededor de Son Brondo, en Valldemossa, en una relación que me transmite sosiego y de placer, pero también nostalgia, como si lo recién descubierto se adentrara en el corazón más allá del presente, con el lamento de no haber sido capaz de saborearlo de joven. La vida quizás sea, en parte, un descubrimiento furtivo de las cosas y de los hechos.
Son Brondo, Valldemossa, Mallorca
15/8/2014

miércoles, 13 de agosto de 2014

Viaje al aeropuerto

Salimos de casa a las cinco de la madrugada. El trayecto al aeropuerto es tan conocido que a veces tengo la sensación de que puedo recordar cada uno de los detalles que lo jalonan. La mañana es el momento en que se concentra cualquier esperanza, o cualquier miedo, pero al avanzar por la autovía la conexión con la realidad es de una inmediatez tan transparente que no hay rendijas para la imaginación. Sólo existe lo que tengo delante de mí: algún molino de viento, la depuradora, las chimeneas de la central eléctrica, las adelfas, los coches, la oscuridad del cielo. En la sensación de permanencia de las cosas conocidas hay un consuelo que me empuja a la serenidad, como si la naturaleza de la mirada fuese una función de la experiencia. Pero cuando nos abrazamos, enfrente del aeropuerto, percibo una agitación interior que sigue siendo incontrolable, a pesar de los años de mi experiencia en despedidas. Despedir es siempre una emoción única. Lo que parecía una experiencia se convierte de súbito en una revelación.
Ma 14/8/2014