domingo, 13 de diciembre de 2015

Mañana de domingo

La ciudad, un domingo por la mañana, no parece la de los días laborables. Caminamos por el Paseo Marítimo al sol de esta mañana de diciembre que podría ser primaveral si no empezaran a caerse las hojas de los árboles. La media docena de chopos de Sant Agustí se desnudan día a día, y también los de la calle de Antich, y con toda seguridad los de Castilla la Vieja. Pienso en ello mientras caminamos plácidamente, sin apenas cansarnos, porque en esta plácida atmósfera es muy difícil cansarse. Caminar es un placer, uno de esos placeres cotidianos que no cuestan nada. La experiencia de otras caminatas nos sugiere que ahora, al girar hacia El Terreno, la ciudad cambiará de golpe. Las calles estrechas suben sigilosamente hacia el bosque de Bellver, y en algunas de ellas aún quedan las huellas del viejo tranvía. Aquí vivimos Marta y yo durante nueve años, me dice Pep, pero nuestra vida se centraba en ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Una mujer habla por teléfono desde la terracita de su vivienda, y al final, cerca de la puerta metálica que da acceso al bosque, hay varias casas que parecen una copia exacta de las casas anteriores a la revolución industrial. La belleza de algunas casas no se ajusta a las modas ni a argumentos de especialista: parecen construidas tan sólo para dar cobijo a las personas, para nada más. La utilidad es lo que con el tiempo otorga belleza a las obras humanas. Lo excesivamente suntuoso o estrafalario se convierte en accesorio o irrelevante. La ciudad se acaba después del grupo de casas de otros tiempos que han perdurado más allá de modas y de convenciones, y detrás de la barrera tan sólo entornada hay todo un bosque mediterráneo que se puede recorrer como si en realidad hubiésemos llegado a un lugar imaginario. Parece un milagro, le digo a Pep, que este bosque no fuese urbanizado hace algunas décadas, cuando las normas urbanísticas casi no existían, o si existían eran modificadas a voluntad de algunos. Se respira un aire fresco y aromático, pero a fuerza de andar sobra la chaqueta, y también el jersey. Al llegar al castillo se ve la ciudad, abajo, abrazando a la bahía. Ahí vivimos, me digo, como si fuera la primera vez que viera desde aquí este paisaje urbano tan extrañamente familiar.