jueves, 31 de diciembre de 2015

El año se termina caminando

Ciutat está ahí, a nuestro lado, un escenario que nos protege y abriga. Su nombre, Ciutat, es el genérico, pero no tanto, porque en una isla hay pueblos y una ciudad, y la ciudad de aquí es Ciutat. Para qué darle otro nombre. Me gusta caminar por sus calles antiguas, tan llenas de serenidad, no ajenas al dolor y a la pobreza. La cola de necesitados  en la puerta de los Caputxins ha sido muy larga durante todo el año. La maldita crisis acecha y escarba en los cuerpos más débiles. Las almas son una consecuencia. Los cuerpos y las almas: al fin y al cabo qué los diferencia. Sigo caminando. A veces los pasos resuenan al doblar una esquina, y escucho un bolero, o un villancico, o un berrinche que traspasa una ventana. Unas plantas desordenadas llenan un balcón, y cuando voy por la calle Sindicato soy capaz de girar a la izquierda, hacia las tres plazas que me acogen. Ahora se transforman para el turismo de calidad, aunque no sé si tan modernas van a gustarme tanto como antes. El comercio de menaje y de pequeños electrodomésticos ha cerrado ya. El último propietario y yo compartimos la misma bisabuela. Al lado hay un hotel moderno que da renombre a los alrededores. Y los grafitis, casi en el gozo de sabernos libres, ahora que empezamos a madurar con rapidez, las piernas que aún nos permiten todo esto. Ciutat está ahí, y sobre todo la ciudad que sobrevive, esta legendaria pasión por revivir entre las piedras más antiguas y los saberes más tiernos, los que descubrimos caminando y caminando, incansablemente. Encuentro un amigo, hablamos un rato de casi nada, con esta especie de cansancio emocional que entre los mallorquines nos hace huir de los demás y que sin embargo puede parecer tan tierno, tan esquivo en su deseo de acercarnos. Timidez de la dulzura de trato, que nos acerca y nos aleja a la vez. El barrio antiguo es nuestro campo de operaciones. Hay quien no abdica nunca, valientes como Álex, con su estupenda librería, que da gusto. Los libros aún, ese vicio de leer y de caminar, que quizás se complementan o se funden el uno en el otro. Ciutat, nuestra pequeña gran ciudad. Ahora los políticos le quieren cambiar el nombre otra vez, Palma o Palma de Mallorca, qué más da, pero nosotros, los que cuando éramos pequeños vivíamos lejos, en algún pueblo, le seguiremps llamando Ciutat. Para qué hay que cambiar el nombre de las cosas, si ya tienen el suyo. Las verdades, las pocas que atesoramos, deben de ser defendidas. Sin acritud, por supuesto. Mi amigo me dice que ha encontrado el mejor café, en una cafetería nueva. Pero a mí no me ha parecido tan bueno. Bueno, los criterios dispares son siempre más agudos que los unánimes, se refieran al mejor café de Ciutat, o a cualquier otro asunto. Si todos opináramos igual el aburrimiento sería insoportable: si no recuerdo mal sólo se consigue por imposición. Le digo a mi amigo: cuando me quiero explayar un rato, le digo, en vez de tomar un café, entro en una iglesia y me siento en un banco a contemplar el techo, el altar oscuro, ese silencio que parece turbio de incienso y de rezos apagados. Yo, que ya no creo en dioses ni en rezos, entro en las iglesias como si fuera un viejo inocente que no cree en ningún misterio, pero sí en la búsqueda de algo inaprensible. Y ya dentro descubro que no hay misterio alguno, sólo el placer del silencio. Y el olor de las flores marchitas. Y al salir de nuevo a la calle es como si hubiera venido de un viaje muy largo. Mi amigo y yo nos despedimos porque no queda más remedio. Pero yo seguiré caminando por Ciutat, así, como lo hago ahora, como si las calles no se terminaran nunca y la ciudad fuese inagotable.