jueves, 17 de diciembre de 2015

La Novena de Beethoven

El quinto concierto de la temporada ha sido como volver a empezar, después de un mes desde el concierto último. Cuando se interpreta a Beethoven hay muchos más asistentes, esta vez con razón, porque la Novena es una cima. Quizás estamos esperando escuchar lo conocido, esa impaciencia por gozar de nuevo de la música que nos ha hecho vibrar de jóvenes, el Himno a la Alegría, la emoción vivida sin necesidad de protegernos. Los abonados acabamos conociéndonos, y si falta alguien nos sabe mal, porque pensamos qué le habrá pasado a éste que se sienta tres butacas más allá de la mía, por ejemplo. Ayer faltó la señora que se sienta a mi lado, a mi derecha, una señora educada con la que comparto el placer de algunas piezas que a ella le suelen gustar mucho. Y entonces me lo dice con una expresión comedida, como si el entusiasmo no se le desbordara nunca, una medida precisa de sus sentimientos. Quién sabe lo que cuesta emocionarse en público. La emoción es una sucesión de gestos que nos delatan, los aplausos como una entrega, un presente, eso que sirve al intérprete, tan necesitado de reconocimiento y de adhesión. Escuchar es una necesidad de ajustar el ritmo del oído a la batuta del director, dar vueltas con la imaginación a una salsa emocional sin que la salsa salga del recipiente. La frecuencia que debe de ser y no otra. La frecuencia de resonancia de mi ciudad es Beethoven, Brahms, Bach. Más allá chirrían los goznes, y hay que resignarse un poco. La Novena es la representación del entusiasmo.  Bien pues, esta vez. Todos contentos.