sábado, 5 de diciembre de 2015

Los gatos del hospital

Llegar de noche al hospital, sabiendo que no va a servir de nada,. Pero las personas mayores se han de sentir reconfortadas, y los hijos también, y urgencias sirve para realizar esta función. Las urgencias de los hospitales públicos son el centro de de todas las esperas, si el motivo no es de gravedad, es decir si no se ha llegado en una ambulancia. Se ha de esperar, rodeado de otros ciudadanos que llaman por teléfono, que se mueven nerviosos de un lugar a otro, que preguntan al personal de recepción, que fijan su mirada en una puerta. Las experiencias de la vida se resumen en esta lenta espera. Alguien que no conocemos pronunciará un nombre, y en un primer instante este nombre nos sonará a desconocido. Después de un breve resoplido mental caemos en la cuenta de que han pronunciado el nombre de la persona a quien acompañamos, y entonces salimos disparados del asiento, pero la persona que ha de ser atendida no puede andar con tanta rapidez, y hemos de acompasarnos a (con) ella. En la madurez, al atender a nuestros padres, empezamos a darnos cuenta del valor de la salud, de poder movernos con un mínimo de garantías, de sentir que el cuerpo nos responde a las exigencias de la vida cotidiana. Sólo dejan pasar a un acompañante, así que empiezo a divagar también por el pasillo interminable, y a comportarme como el resto de las personas que esperan, como yo: miro el teléfono móvil, leo el libro de poemas que me compré ayer. Mientras estoy de pie, cerca del mostrador de recepción, veo que se acerca una mujer. Viste una bata gris medio raída, los pies arrastrándose. Más que caminar, parece que sus piernas ocultas no responden a los mecanismos de la normalidad, sino a un empuje milagroso: cómo es posible que vaya sola esta mujer, piensas, justo cuando está a tu lado y se dirige a ti y te pide dinero para poder tomarse un café con leche. Recoge las monedas y se acerca a dos personas que están a unos metros de mí: un hombre y una mujer. El hombre le dice con cortesía que hace un momento ya le ha dado dinero, y la enferma se disculpa amargamente. Cuánta perseverancia hay que tener a veces, desde la enfermedad, para sobrevivir. Esta mujer que se arrastra por los pasillos de Son Espases es como un fantasma salido de una habitación anónima. La veo alejarse hacia el otro extremo. Quién sabe el tiempo que habrá tardado en llegar hasta aquí, en este hospital de pasillos larguísimos y dimensiones desproporcionadas. Me muevo de un lado a otro hasta que salgo afuera. Hay varios empleados al lado de tres o cuatro ambulancias, que hablan animadamente. Yo sigo hasta el coche, y ya en el interior, como si fuera un refugio, escucho algo de música en Radio Clásica. Recibo los primeros mensajes de Aina: el médico aún no nos atiende, hay que esperar. La música comunica transparencia, la posibilidad de dejarse llevar por la mente que piensa en lo misterioso que es todo lo que nos rodea, y a la vez en lo sencillo que podría ser. Es incomprensible que a estas horas un mirlo haya volado con rapidez, de un árbol a otro, refugiándose entre las hojas amarillas, más amarillas aún por la luz macilenta de las farolas. Quizás ha visto el gato que ahora pasea: ahí está, seguro, sin inmutarse, avanzando con el señorío de su elegancia. Uno se pregunta cómo es posible que haya gatos por aquí, porque luego pasa otro muy parecido, tan tranquilo o más que el anterior, sobreviviendo en estos parajes que parecen desolados, como si desde que se construyó el hospital el paisaje hubiera perdido aquel cualquier atisbo de encanto. Los dos gatos se alejan. Y el mirlo se ha quedado entre las hojas del árbol que está enfrente de mí. Al marcharnos, el paisaje de los alrededores del hospital es el centinela de la noche, y los árboles conservan celosamente los signos del paisaje: siguen orientados a las montañas, como si su frágil identidad vegetal quisiera de repente ser reconocida. Viven también en una espera tan frágil y desconcertante como la nuestra.