martes, 26 de agosto de 2014

Ver el mar

En mi infancia el mar era sólo un horizonte. Una o dos veces al año íbamos a la Colonia de Sant Jordi a comer una paella. Y aquél era mi día de mar. Lo que todavía se me aparece como extraordinario es la sensación de llegar al mar. Entrever su masa azul entre los pinos, al fondo de la carretera, ver un barco flotando suavemente, dejarme llevar por la sensación de un descubrimiento. Porque el mar era un descubrimiento. En apenas cincuenta quilómetros se convertía en algo real, tan real que podía introducirme en él como si fuera un mundo nuevo en el que había arena, rocas y peces. Desde mi pueblo era sólo un horizonte, y en la realidad no parecía tener límites, porque la esfericidad de la Tierra le confería un carácter de infinitud. Lo había estudiado ya en el libro de geografía. Por la tarde, al regresar, sentía que algo de mí se quedaba al lado de las rocas, una parte de mi 'yo' que tan sólo podría recuperar al cabo de un año, cuando regresara otra vez. De noche, antes de dormirme, en la cama, aún con los ojos abiertos, empezaba a soñar en el barco de vela que había visto por la mañana. Yo viajaba en él, y veía otros barcos, y el viaje no tenía un destino determinado. Su finalidad era el mismo viaje, como si fuera un sueño.