domingo, 24 de agosto de 2014

Contemplación de un granado

Cuando aún falta un mes para que empiece el otoño, las granadas del jardín de mi madre se pueden ver como si su belleza fuera un vivo estímulo para la mirada, que distingue su presencia en un árbol tan humilde, tan desposeído de grandeza, de porte tan sencillo que puede pasar desapercibido el resto del año. En estas últimas tardes, tan limpias y delicadas, las granadas comunican a quien las contempla la sensación de plenitud que se recibe como un don cuando uno ha cruzado la frontera en que la edad es una medida de lo que nos rodea. El granado es hijo del que sembró el tío Toni hace más de 50 años, que durante décadas nos dio unos frutos densos, carnosos, con los colores del otoño concentrados en la corteza anaranjada con vetas difusas de marrón y de amarillo. Me acerco al granado que es hijo de aquél, y miro sus ramas flexibles, y observo cómo soportan cada una de ellas el peso de cinco o seis frutas redondas, y cuyo origen está en Irán y Afganistán. En este movimiento de mi cuerpo entero hacia el árbol que resplandece al atardecer, hay gozo en la aceptación de la belleza que se nos ofrece no sólo para alimentarnos sino para ayudarnos a relacionar los diferentes lugares de la Tierra que comparten con lealtad el Mundo en que vivimos.