domingo, 17 de agosto de 2014

El jardín de la casa de mi madre

En el jardín de la casa de mi madre hay árboles, hortalizas, insectos, tortugas, plantas trepadoras, colores que cambian con las estaciones, gatos que van y vienen, pájaros que picotean en la tierra, un pozo agrietado por el laurel, y silencio. El almez y la morera han crecido mucho, y las hojas murmuran ese canto especial e inconfundible cuya causa es una brisa muy suave, sobre todo al empezar la tarde. La  jacaranda sólo existe por completo cuando florece, en primavera, pero el níspero, el limonero, el granado y el olivo tienen la certeza de sus frutos, que maduran con puntualidad todos los años, como si su existencia periódica nos ofreciese los ingredientes de la permanencia eficaz, la que se nutre de una especial vitalidad no exenta de dolor: esa plaga de pulgón, ese oscurecimiento de las hojitas, y la victoria momentánea gracias a los cuidados que les prodiga mi madre. Cuando me siento debajo de la enredadera para leer, me dejo llevar por la sensación de que todo lo que hacemos en la vida tiene su fundamento en el deseo de gozar de un lugar concreto en el que dejarnos llevar por el tiempo, un lugar en el que el tiempo fluya por nuestro cuerpo alimentándonos en vez de corroernos. Una abeja liba una flor, una tortuga se mueve entre las hojas caídas, el pino que hay al otro lado de la calle se balancea debido a una ráfaga de viento, pero al cabo de unos segundos mis sentidos parece que se han disuelto en la complejidad de lo que me rodea, y soy de repente un ingrediente más del jardín, espiritualmente