viernes, 15 de agosto de 2014

Reencuentro con el hortelano

La sorpresa de no encontrar a alguien con quien te ves periódicamente puede producir desasosiego. Muchos domingos de verano, desde hace tiempo, voy al mercado de Valldemossa a comprar frutas y verduras. Encontrarme con Miguel, el hortelano, es un pulso de alegría que yo no cambiaría por nada. Con él mantengo una de esas relaciones entrañables, impregnadas de un calor verdadero, que surgen por azar y que se mantienen y acrecientan con el tiempo. Al llegar siempre nos da a probar una fruta, o una tajada de melón. Lo hace con todos sus parroquianos, aunque algunos no aceptan la invitación, quizás por timidez o por la extrañeza que les causa el carácter obsequioso de Miguel. Su ausencia, el domingo, convirtió el mercado en un espacio huérfano. Faltaba alguien, y era una falta tan grande que no había posibilidad alguna de reemplazarla con nada concreto. La mirada, deseosa de encontrar el puesto de Miguel, buscaba por otros rincones, quizás el vértice de más allá, pero al llegar al vértice de más allá se producía la decepción. ¿Le habrá ocurrido algo? Para comprobarlo fui con mi hija al mercado del Olivar, y por fortuna allí estaba, con su mujer y sus hijos, en su parada, al fondo del todo. Al vernos nos dio un higo a cada uno, y contestó a la pregunta crucial. Por problemas de salud no podía esforzarse en demasía, y ya no podría volver cada domingo al mercado de Valldemossa. Más delgado, pero con la alegría intacta, mientras el dulzor del higo suavizaba mi cuerpo, recordé aquella tarde de los años 60 en que llegó a la meta de San Marcial con la bicicleta al hombro, porque se había averiado antes de llegar a la meta. Pocos años después se convertiría en campeón de España en pista, y en un destacado corredor de clásicas. Cada momento vivido se relaciona con otros, que surgen para celebrar la complejidad de la experiencia, a veces salvando el estupor que nos produce avanzar a trancas y barrancas, pacientemente.