domingo, 24 de agosto de 2014

Génova

En una casa que no es la nuestra la tarde transcurre como si acabáramos de descubrir un lugar, una manera de mirar, y quizás un pasadizo a la claridad. Miro por la ventana hacia la montaña coronada por nubes blancas, y me siento rodeado por una vasta extensión de árboles domésticos: limoneros, nísperos, granados, olivos, almendros, algarrobos y arbustos coronados por buganvilias. Génova podría ser una leve sonrisa de cualquier paisaje de cualquier lugar del mundo, en esta casa que no es nuestra y que nos acoge para que la mirada nos delate: nos acoge Kira, una perra de los fríos del Norte que reposa, que se arrellana a nuestros pies como si quisiera ser atendida por el arrullo de los cuidados de I., conocedora ya de los principios de esta relación que durará sólo una semana. Cambio de sitio y me voy a la terraza, con un libro que me cuenta historias de otro tiempo y con el mar delante de mis ojos, pero lejos de cualquier deseo de acercarme a él: ahí está, sin más, un azul en el horizonte que desaparecerá en la noche. Cómo será Génova cuando no esté Kira, o cuando no estemos nosotros, cuando estos árboles domésticos sean observados por otros que nos reemplazarán, meditando como yo para saber algo que no puedo programar por anticipado. Qué descubrimos cuando no hemos buscado lo que tenemos delante de nosotros, y sin embargo nos sumergimos en ello para continuar viviendo limpiamente.