sábado, 7 de noviembre de 2015

Una escena que transmite serenidad

La ciudad puede tener mensajes más o menos cifrados, y también puede mostrarlos con su código abierto, bien a las claras. Al atardecer, quizás la presencia de los otros te desvela lo que hay que mirar a través de la propia experiencia. Estás sentado en un banco del Paseo del Borne, y tu cabeza te da vueltas, es decir: la dimensión de lo que piensas es una pura elucubración sin contenido coherente. Pasa mucha gente joven, y algún viejo embebido en sus pensamientos, quizás tan inconexos como los tuyos. La madurez no requiere excesiva discreción, se suele decir, y sin embargo es necesaria: qué sería del mundo sin las formas, sin la educación basada en un convenio que sirve para entender la necesidad de protegernos, sin la verdad de determinadas apariencias que nos permiten vivir sin llamar la atención. Y enfrente de ti te fijas en una familia entera, una pareja con sus cuatro hijos, todos pequeños, de edades escalonadas, desde un año, que puede ser la edad del pequeño, hasta los siete u ocho del mayor. El pequeño lloriquea, en el cochecito empujado por la madre. El padre atiende una llamada telefónica, pero está atento a su mujer y a los hijos, se le nota en la mirada, en los gestos, en que no tiene los cinco sentidos en la conversación telefónica. Al contrario, mientras habla por teléfono no deja de atenderles. Mientras, el pequeño que llora exige atención, pero no es un lamento que irrite; al contrario, es un lamento que empuja a los hermanos a la ayuda, a que no se sienta solo. Uno de los hermanos, el mayor, releva a su madre en el control del cochecito, mientras el segundo en edad se acerca al hermanito y le  consuela. El padre ha dejado de hablar por teléfono, y el hijo que deduces que es el tercero en edad se le acerca cariñosamente, y el padre lo recibe con una caricia en el pelo. Esta manera de entenderse, sin que sean necesarias las palabras dichas, es el lenguaje de las certezas. Un hijo se siente arropado por su padre; el padre siente que su hijo le necesita: la razón de los sentimientos se deja llevar por la intuición, y todo es tan limpio como si se supiera sin ninguna duda. El hijo mayor le dice algo a la madre que no puedes oír, porque es un susurro, pero se nota la confianza, y la disposición a aceptar la ayuda, o de ofrecerla sin pedir nada a cambio. Qué importa además, si no hay transacción alguna: lo que se da es a cambio de nada. El hijo le dice algo a la madre, y ella también le dice algo, pero no con palabras, sino con un movimiento de sus ojos, que pestañean como si bastara una mirada para enlazar sus corazones. Se transmiten tranquilidad, y un sentimiento de ternura que es el vínculo que los une. En las miradas se transparenta todo, en la manera de moverse y de relacionarse, la vida que se comunica entre los seis, un entrelazado de sentimientos que al haberse cruzado contigo esta tarde te han dado una parte esencial de sí mismos sin apercibirse de ello, sin apenas saber que su normalidad es conmovedora.

(Diario de Algún Otro)