martes, 24 de noviembre de 2015

Escenario de una despedida

Ha nevado un poco, sólo un poco, en el Puig Major, y la brisa es fresca. Los que caminamos al lado del mar nos hemos abrigado por vez primera desde que empezó el otoño. Los bancos están sin ocupar. Nadie se detiene a sentarse y a mirar el horizonte. Los perros acompañan a sus dueños con energía, y los empujan a seguir, casi a la fuerza. Pero el aire es de una densidad que renueva los pulmones, y se agradece. Me desvío hacia una calle del interior para intentar adquirir el periódico. Desde que me enviaron la tarjeta de suscriptor, la compra de El País es un calvario. La mayoría de los datáfonos de los establecimientos a los que acudo rechazan mi tarjeta. En este estanco ocurre lo mismo. Así que tendré que resignarme, una vez más. Regreso a la orilla del mar, y sigo caminando cerca de las olas. No hay pescadores, pero enfrente del Club Náutico dos jóvenes se besan. Ella viste vaqueros, y él lleva una mochila en la espalda, como si se fuera de excursión. Dos hombres que se cruzan se saludan efusivamente, pero ninguno de los dos hace ademán de detenerse para hablar un rato. ¿Cómo se puede ser tan efusivo cuando se huye? En el codo que hace el paseo antes de llegar a la playa veo a un grupo de personas que están cerca de la orilla. Una mujer mayor está sentada en una roca. Un joven está pendiente de que las muletas, apoyadas en la misma roca, no caigan en la arena. La imagen inmóvil de la mujer desprende quietud y serenidad, y un dolor indescifrable, como si repasara su vida entera mientras contempla el mar. El grupo la arropa. Son siete u ocho personas, y están de pie, en una actitud de concentración solidaria.  Hablan, pero me da la impresión de que no quieren levantar la voz, recogidos también en sí mismos, haciéndole compañía a la mujer mayor. Los dos más jóvenes se apartan unos metros, se suben a las rocas más cercanas al mar y observan las olas. El mar no está quieto, como otros días, aunque el oleaje es suave, y el ritmo se aviene con una contemplación placentera. Sobrevuelan el lugar algunas gaviotas y más allá, en una roca que sobresale del agua, se atisba un cormorán, inconfundible, su humildad en contraste con el orgullo de las gaviotas, que vuelan majestuosas. Uno de los del grupo dice algo que hace reír al que está a su lado, y esta sonrisa sincera parece que los ha distendido a todos, incluso a la mujer mayor, que hace un intento de levantarse. La joven que está más cerca de ella le coge del brazo y hace un ademán para que otro le acerque las muletas, pero ella se ríe de sí misma. dice algo y se queda sentada de nuevo. Qué vieja estoy, parece decir, con leve ironía. Es entonces cuando veo la bolsita cilíndrica. Es de color gris, como si alguien hubiera decidido que tenía que hacer juego con los grises ceniza de la arena y los grises más terrosos de las rocas. La bolsa tiene un ribete en la parte de arriba. Es la cremallera para abrir y sacar la urna, lo sé. Cómo no lo voy a saber. La mañana es una buena mañana, al fin y al cabo, y en el mar se dispersarán las moléculas de un ser humano que algún día quizás formaron parte de una estrella y que quizás, quién sabe, dentro de varios millones de años formarán parte de otra. O quizás formarán parte de una gaviota, o de un cormorán, o de un almendro, o de un roble. Me alejo poco a poco del grupo, y después de caminar apenas cincuenta metros veo que una mujer camina velozmente hacia mí, con una determinación atlética. Me llama la atención porque va cubierta con un impermeable muy llamativo que le llega a los pies. No es para tanto, desde luego, porque como mucho han caído unas gotas, sin llegar tan siquiera al sirimiri. A los del grupo no les preocupaba nada la posible lluvia. Pero a esta mujer atlética sí, por lo visto. Al cruzarnos, el vuelo del impermeable emite un sonido que se complementa con el murmullo de las olas. Es un impermeable muy hermoso, de color azul, un azul muy parecido al del cielo, en el que las nubes poco a poco desaparecen, más fugaces aún que las rosas.