domingo, 15 de noviembre de 2015

El mar de madrugada, tan cerca de París

El amanecer es muy luminoso. Un hombre camina por la playa en bañador, los rayos aún fríos del sol secándole poco a poco. Me voy hacia un extremo de la playa para ver el islote, con su torre a un lado, como si esperara que alguien tuviera que decidir algo acerca de ella. En un pequeño recoveco hay una tienda de campaña bien cerrada. Sus posibles moradores aún duermen. Oigo voces, pero no de la tienda de campaña sino de más allá. Y enseguida detecto la procedencia. Un hombre sentado en una roca está haciendo un discurso sobre no sé qué pactos. Asegura que sólo van a pactar por dinero, y lo repite machaconamente. Por un momento me planteo acercarme a él, pero he de desistir, porque su discurso no quiere destinatarios, o quizás el único destinatario sea él mismo, y lo que habla es para escucharse, sin remedio. Voy hacia atrás, dejo al orador en su afán de esclarecer los pactos, y me fijo que además del hombre en bañador ahora también hay una mujer joven, pero no en bañador, sino vestida con pantalones color crema y chaqueta vaquera. Camina con ligereza, para respirar el aire marino y quizás para acompañar al hombre en bañador. El mar está quieto, y el sol no deja que miremos al horizonte, hacia levante. Hay dos barcos fondeados cerca de la playa, a cien metros, más o menos. Nada se puede intuir acerca de sus propietarios. El mar está muy limpio, el agua es transparente, el hombre que se ha bañado lo habrá agradecido. Por la mañana, tan temprano, el mar se ha de revelar por fuerza como necesario para entender la claridad. Suena casi a irreverente esta apreciación de la belleza del mundo más inmediato, después del horror de los atentados de París.