domingo, 1 de noviembre de 2015
Cementerios
Acudir al cementerio para visitar la tumba de nuestros antepasados: se suele hacer para no alejarnos demasiado de nosotros mismos, que somos al fin y al cabo depositarios de una memoria. Pero es necesario cambiar de perspectiva para poder saber algo más, o para entender mejos en qué consiste esta tradición. Por qué no cambiar ligeramente el punto de vista. A veces
la tradición es una losa que nos impide avanzar, y nos somete a una
intransigencia que frena inconscientemente nuestro afán de saber más
acerca del mundo, y acerca de nosotros mismos. Dejar de lado una
tradición, aunque sólo sea por un matiz, puede ayudarnos a disfrutar más
de algo que es una obligación, más o menos aceptada a regañadientes. El
pasado viernes, con Carlos Garrido, pude celebrar una nueva manera de
relacionarme con el cementerio de Palma, que es un museo de emociones y
un refugio. Conocer algo más acerca de este lugar tan
desconocido produce una sensación de alivio y de descubrimiento. Está en
un sitio por cuyos alrededores he de pasar a veces tres o cuatro veces
al día, y como yo muchos otros ciudadanos, por lo que es obligado
considerarlo como una parte relevante del paisaje de nuestra experiencia
visual. Sus muros, las cúpulas de algunas de las tumbas, las cruces:
todo lo vemos desde fuera. ¿Por qué no entrar y verlo de cerca? Por qué
no hemos de saber algo más sobre un lugar que forma parte de la ciudad.
Pero cuando le he comentado a algunos de mis allegados que iba a visitar
el cementerio a las once de la noche me han mirado como si me
hubiera dado una fiebre súbita sin motivo alguno, algo que no cuadra con
mi carácter de persona más o menos equilibrada y tranquila. Al
cementerio se va por Todos los Santos, a media mañana con un ramo de
flores, ¡pero no a media noche! Y sin embargo hace ya tiempo que
descubrí el valor sentimental de los cementerios. Uno de los cementerios
de Copenhague, en el centro de la ciudad, es un hermoso jardín en el
que hay jóvenes que hablan animadamente, o padres que pasean a sus hijos
en sus cochecitos, o personas de cualquier edad que conversan
plácidamente mientras caminan por las sendas como si lo hicieran por
cualquier otra calle de la ciudad. En Berlín desayuné durante varias
semanas en una pastelería deliciosa que está situada justo al lado del
cementerio municipal de Schöneberg, que es un museo de la memoria del
siglo XX en el que reposan muchos soldados alemanes que murieron en las
dos guerras mundiales. Los nombres de los jóvenes de la 1ª Guerra, de la
que ahora se cumplen cien años, y los de las 2ª, tan reciente aún, son
reclamos de la memoria, nombres que suguieren contemplación activa, y el
homenaje de una oración laica. Las tumbas son de una sencillez que
denota un buen gusto que sólo puede ser el resultado de lo mejor de
nuestra civilización. Y en Palma, en nuestro cementerio, hay también
huellas de una fuerza poderosa. Ahí está el trabajo de nuestros buenos
escultores, Miguel Arcas, Tomás Vila, Joan Grauches. La vida de este
último es la vida de una persona sin suerte, un artista que acabó en la
ruina económica y en el olvido. Durante la visita, se leyó el comentario
que hizo de él el escritor Mario Verdaguer. Qué noche. El cielo tan
profundo sobre nosotros, las palabras necesarias para explicar el
significado de lo que vemos, esa ardiente convicción de haber estado
ahí, en el lugar preciso en que la memoria perdura, aunque a veces no
seamos capaces de enfrentarnos a ella.