domingo, 22 de noviembre de 2015

Matices de la luz al regresar del aeropuerto

Uno de los cortos viajes más profundos cuando se llega a la madurez es ir al aeropuerto de madrugada, la noche aún cerrada, avanzar por la autovía para ir al lugar de los encuentros y de las despedidas, nuestro punto de referencia (casi) emocional, porque es allí donde nos acostumbramos a vivir de manera contemporánea, es decir: con rapidez, deshaciendo la visión de los viajes que se tenía antaño, cuando viajar era la dicha de conocer lo nuevo y diferente. En la oscuridad de la autovía hay siempre flotando una sensación de congoja, que el entendimiento no acierta a deslindar de la otra sensación que te atenaza a medida que el tiempo transcurre: la de una tranquilidad absoluta, como si uno no hubiera vivido en vano, y todo lo que vaya a suceder a partir de ahora sea ya experiencia ganada por derecho propio. La noche es una manera casi enigmática de despedirse, el coche dejado unos instantes al lado de la terminal, un beso y otra vez las sombras de la autovía que se despliegan en un entramado más amplio, los árboles aún invisibles, las farolas que iluminan de soslayo para avisarnos. Qué impresión nos atenaza, qué maneras de acercarse de nuevo a casa, abrir la puerta, menos mal que hay una luz muy débil que ya entra por el ventanal. Empieza a llover y la luz de levante es casi fantasmagórica. Mi hija ha llegado bien, acabo de leer en la pantalla del teléfono móvil. Y la luz se vuelve más limpia y transparente.
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