martes, 18 de agosto de 2015

Juan Ramón Jiménez

La brisa que entra por el ventanal lleva el frescor de la madrugada, lo transporta hacia la casa, y cuando entran los primeros rayos de sol la mente ya puede discurrir acerca de lo que hay que hacer en el día de hoy. La albahaca que sembré en una maceta está enfrente de la puerta. La brisa mueve suavemente sus hojitas y me acerca su aroma.  La lectura de algunos poemas de Juan Ramón Jiménez que Raúl me envió hace unos días me ayuda a entender el significado de lo que sólo se puede sentir si nos dejamos llevar por lo que tenemos justo al lado de nosotros, sin apercibirnos casi de su presencia. Con Juan Ramón Jiménez llevo toda una vida de desavenencias. De joven, sus poemas me parecían extremadamente cursis, como si al referirse a un paisaje, a una flor, a un sentimiento, todo ello hubiese sido el resultado de una ensoñación, no de algo vivido o experimentado físicamente. Pero de vez en cuando se producía un punto de encuentro: una sensación de verdad sentida, o unas briznas de belleza fugaz, o un recoveco de inteligencia. El año pasado empecé a (re)leer Platero y yo, a propósito de los cien años de su publicación. Y la prosa me pareció sublime: la de alguien que se refugia en lo más sencillo de la vida y lo comunica a los demás con una especie de inteligencia viva que se busca en las emociones que casi no se pueden transmitir.  Y ahora, en el libro que me envía Raúl, en una edición de la Editorial Losada, de Buenos Aires, la poesía empieza en el mismo libro, ese objeto que al tocarlo nos envía señales de lo que contiene. La experiencia puede ser objeto de reflexión, pero a veces la reflexión es insuficiente, como si el lenguaje nos dejara a solas con los significados indescifrables. Y quizás es ahí donde penetra la poesía de Juan Ramón Jiménez.