sábado, 29 de agosto de 2015

Agustín García Calvo

Cojo un libro de mi biblioteca y leo el título y el autor. Del ritmo en el lenguaje, de Agustín García Calvo. Lleva años ahí, en un estante, entre otros libros, a la espera de ser leído, o por lo menos (h)ojeado. Es de La Gaya Ciencia, y fue editado en 1975. Lo compré en 1977, por 175 pesetas. El precio se lee muy bien: a lápiz, ha perdurado sin borrarse, y mi nombre y el de Susana están escritos con un bolígrafo que casi con toda seguridad debía de ser de la marca Bic. Lo importante es el cúmulo de emociones que me suscita el nombre del autor, Agustín García Calvo, que dio una conferencia en la Universidad Politécnica de Madrid más o menos en el año en que compré el libro. Estoy seguro de que compré el libro antes de la conferencia, y que justo por eso, por tener el libro, asistí a la conferencia, debido al reclamo del nombre del profesor. Entonces tenía unos cincuenta años, y había sido uno de los profesores más representativos de la oposición al franquismo. Vestía una camisa de colores vivos, y caminaba de un extremo a otro de la tarima a paso rápido, mientras iba tejiendo sus ideas, engarzándolas como si fueran los eslabones de una teoría sobre la vida. Por qué había que ir en ferrocarril en vez de ir en coche. Qué ideas nos comunicaba la televisión. Por qué el Dinero se había convertido en el Dios de nuestro tiempo. Acostumbrados a la parsimonia de las ideas aceptadas, el profesor García Calvo nos invitaba a pensar alejándonos de cualquier atisbo de conservadurismo. Muchas veces he contado la impresión que me produjo aquella conferencia. Quizás, desde aquel día, se me abrió ante mí un ángulo de visión mucho más amplio y cambié mi manera de ver lo que tengo a mi alrededor. Su diálogo con el gran profesor de Ordenadores, Fernando Sáez Vacas, permanece entre mis recuerdos más valiosos: fue un ejemplo de inteligencia y de rigor, tanto por parte del profesor Sáez Vacas como por parte del profesor García Calvo. Cada libro de papel tiene una pequeña historia que contarnos. Basta con sacarlo del anonimato de la biblioteca de casa para que de repente surjan de él, como por arte de magia, fragmentos de nuestra memoria que permanecían agazapados entre sus páginas a la espera de ser elevados a la categoría de recuerdo vivo.