jueves, 6 de agosto de 2015

Hiroshima

Mientras tomo café en S'Escorxador a primera hora de la mañana, me viene a la memoria el hongo del resplandor de la bomba atómica sobre Hiroshima. Es una imagen que hemos incorporado a nuestra vida, y que permanece dentro de cada uno de nosotros como un símbolo del horror absoluto. La explosión aún se puede oír si leemos el libro Hiroshima, de John Hersey, que me aconsejó vivamente mi viejo amigo Rafael Alomar. Al recorrer las páginas del libro parece que asistimos a la proyección de un documental sobre los restos de la ciudad, a través de la desoladora experiencia de seis supervivientes. El relato es El Infierno de la Divina Comedia corregido y adaptado a su lectura en el siglo XX. Cuando en Hiroshima eran las ocho y cuarto de la mañana, en Mallorca era de noche. Mis padres aún no se habían casado, y mis abuelos estarían durmiendo con la ventana abierta, para que corriera algo la brisa. Simultáneamente, un ser humano asesina a otro ser humano, dos amantes se besan, en un parlamento se aprueba una ley, mis abuelos duermen con la ventana abierta mientras estalla la primera bomba atómica. Cuando veo fotos de Hiroshima parece increíble que hace 70 años ocurriera aquel desastre. Qué sentiría Truman. Quién es capaz de ponerse en su piel. Qué sentirían los que echaron la bomba, a posteriori. Al parecer, el comandante de la expedición nunca sintió arrepentimiento alguno. Mi padre me contó que en Correos, en Palma, en los años sesenta, había entregado un paquete a uno de los tripulantes del Enola Gay. ¿Cuál de ellos? No he tenido tiempo de averiguarlo. Lo más irracional, lo incomprensible, es que a los dos días de la bomba de Hiroshima se echara otra aún más potente sobre Nagasaki. Y que a partir de entonces empezara una escalada de pruebas nucleares en las zonas más despobladas de EEUU y de la URSS, que supuso el empiece de la guerra fría. El Siglo XX no se privó de nada para conseguir armas cada vez más mortíferas. Y aún los hay que critican a Obama por el tratado con Irán.