sábado, 22 de agosto de 2015

Dónde está el mortero

Busco el mortero y no lo encuentro por ningún lado. Abro los cajones en donde están las cazuelas, me subo a una silla para hurgar en los armarios de arriba del todo: nada. Quiero hacer una picada para darle un toque algo más sutil a la merluza en salsa verde,  así que necesito el mortero. De manera absurda repito el proceso: busco en los mismos lugares en que he buscado antes. El resultado es el mismo. A veces uno no mira con atención suficiente, o quizás el mortero puede haberse escondido debajo del chino, o en el ángulo derecho del fondo del cajón, camuflado en el gran colador que compré hace poco. Pero no, no está, así que he de empezar ya con la picada. Por lo menos tengo la mano del mortero, tan gastada por el uso que tendría que haberla sustituido por otra hace ya mucho tiempo. Pero no lo he hecho, movido por ese regusto sentimental que me empuja a conservar algunas cosas. Mi madre hace lo mismo. Ahí está, por ejemplo, su molde para elaborar sus bizcochos, o el otro molde, más plano, para elaborar la coca de trempó. A mí me parecen dos moldes que exigen a gritos su jubilación, pero mi madre se niega en redondo a concedérsela. No sé de qué protesto si yo hago lo mismo con mi mano de mortero. Tampoco soy capaz de encontrar el mortero de madera de olivo que compré en el mercado de Sineu hace tres o cuatro años. Lo compré con su correspondiente mano, también de olivo. Dónde estarán. Porque aunque los comprara apenas los he utilizado. Ni media docena de veces. La querencia por el viejo mortero y su vieja mano de madera deshilachada pesó mucho más. He de empezar ya con la picada, no puedo seguir buscando el mortero, así que he de utilizar algo que lo sustituya. Cojo un bol, pero soy incapaz de picar los ajitos. Se escapan, se escurren cuando rozan el pequeño mazo. La merluza en salsa verde tendrá que salir a la mesa sin la picada de ajo y azafrán (sólo un poquito de ajo, por supuesto, y una hebras de azafrán). Mi hija entra en este momento y le pregunto si sabe dónde puede estar el mortero, porque recuerdo que en algún momento ella recogió la cocina. Sin inmutarse, como si la pregunta que le acabo de hacer fuese tan trivial como sumar dos y dos, me dice que el mortero está ahí, justo enfrente, al lado de la cazuela en donde borbotea la salsa en la que dentro de poco voy a colocar la merluza. Mi hija ni tan siquiera ha tenido que decir una frase completa, tan sólo el adverbio de lugar: ahí. La escena me ha recordado lo que me ocurrió en Rotterdam, cuando la vendedora me preguntaba en inglés si yo quería el bocadillo de arenques con cebolla o sin cebolla. Yo no la entendía, y al cabo de una rato, cuando la repetición de la pregunta y mi cara de pasmo estaban a punto de llevar a aquella joven a un estado cercano a una explosión de cólera -había otros que querían su bocadillo, a mis espaldas- sólo entonces mi hija me dijo: te pregunta si lo quieres con cebolla o sin cebolla. Onion. Onion. Y por qué no me los dicho antes, le dije yo, si veías que yo no recordaba el significado de onion. Con el mortero el resultado final ha sido el mismo. O más o menos, porque esta vez mi hija no estaba a mi lado cuando yo he estado buscando el mortero. Menos mal que ha entrado en la cocina, porque de lo contrario habría tenido que dejarlo. Y cuando empiezo a machacar el ajo y el perejil reconozco lo preciso que ha de ser un instrumento para que cumpla su función. La cavidad semiesférica del mortero se ajusta a la mano como un guante. Tendría que fijarme el objetivo de colocar mi humilde mortero en el lugar adecuado. Y, por cierto, ¿dónde debe de estar el otro mortero, el que compré en el mercado de Sineu?