martes, 2 de septiembre de 2014

La compañía silenciosa de los árboles

A ambos lados de la autovía, en las afueras de Sa Cabaneta, los pinos se arraciman como si quisieran ayudar a los viajeros a sentirse arropados por la dulzura residual del paisaje. Los árboles nos reciben como si nosotros les conociéramos desde siempre. Los pinos de la autovía, los pinos que hay enfrente de la iglesia de Sant Marçal, los esforzados almendros del Camí de Marratxinet, o los lejanos -supervivientes en la memoria- chopos de la Ribera del Duero, cerca de Roa y de Berlangas, me acompañan para susurrarme detalles de lo que he vivido o de lo que me espera. No he perdido nunca ese afán de sentirme vivo al lado de un árbol, de saber que hay algo más que un árbol a mi lado: quizás una manera de estar, una sabiduría de la permanencia. Hace unas semanas, la visión de un gran tilo, en el patio de Son Brondo, me emocionó como si fuera un amigo con el que me reencuentro después de décadas de separación. Y automáticamente, quizás por contraste, mi memoria me regala la imagen del humilde níspero que había en el corral de Can Velos, la casa de mis viejos abuelos paternos. Aún lo veo, envuelto en la luz cegadora de esta tarde de verano.