lunes, 20 de octubre de 2014

Platero y yo

Abro Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y en vez de leer parece que miro a Platero, pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Leí alguno de sus capítulos hace 50 años, cuando era un niño de pueblo que vivía rodeado de Plateros, pero aún así no los veía: el Platero de los hermanos zapateros, el del pintor Pedro Sureda, el de mi abuelos paternos, que vivió más allá de mi infancia. Yo no los veía, y quizás por eso me hacía eco de lo que decían algunos mayores: es un libro para niños...Pero ahora, tantos años después, compruebo con estupor que no es un libro para niños, o no tan sólo, porque abarca miradas de cualquier edad, y quizás, y quizás sobre todo, una mirada de adulto, o de adulto que mira a la vez con ojos de niño y con ojos de adulto. Cómo avanza Platero por el prado, cómo se entretiene con las flores y ayuda a que miremos con delectación lo que es aparentemente simple y es, sin embargo, complejo. La memoria nos devuelve a las sensaciones primeras, y nos realimentamos con la luz de entonces para escarbar otra vez en aquello tan vivo aún, tan dentro de nuestra sensibilidad. Platero y yo, leído 100 años después de ser publicado, puede ser un estímulo para gozar del lenguaje...y de la vida vivida.