domingo, 18 de octubre de 2015

La iluminación otoñal de Palmanova

En otoño el mar se colorea de manera especial, como los bosques. He de imaginar el gran hayedo de Irati, o las hoces de Cuenca, pero el mar está justo ahí, a cinco minutos de casa, y también ofrece su otoño, con atardeceres de languidez esbelta, y horizontes tan limpios que cuando se ve un barco de vela parece que está atravesando un sueño. Palmanova, que en verano es un hervidero de luz pastosa y de calor excesivo, en octubre empieza a brotar desde sus valores más limpios, que se basan en la manera en que podemos mirar el mar, y su horizonte. Lo que hay más allá de nuestros límites es lo que hace que el mar sea un símbolo de la esperanza. Pero es algo real, aunque a veces parezca un cuadro que cambia de color a cada instante. El azul de la mañana se convierte por la tarde en un verde difuso, con infinidad de tonalidades a medida que miramos desde la playa hacia la lejanía. Luego es de un gris plateado, y cuando se pone el sol nos llegan de costado los rayos anaranjados y amarillos, e incluso algún enamorado puede ver el rayo verde. Mientras tomamos un café a la caída de la tarde nos quedamos a la espera de que ocurra algo, pero no fuera de nosotros sino en nuestro interior. Es como si al mirar el mar nos estuviéramos viendo a nosotros mismos, con la claridad que se desea y que de repente se consigue casi sin habérnoslo propuesto. Por supuesto, no hay que plantearse leer el periódico, y el local elegido no ha de disponer de ninguna pantalla de televisión.