martes, 27 de octubre de 2015

El Parque del Retiro, un mediodía de octubre

Al entrar en el parque un hombre mayor con andadores avanza con dificultad delante de mí. En el aguaducho, la música de un acordeón endulza la mañana con su melodía de otros tiempos. Cerca de mí hay otro acordeonista sentado que de repente empieza a interpretar una música que me predispone a una tristeza cuyas causas desconozco. Así es el azar en las grandes ciudades: los sentimientos se nos impornen sin habérnoslo propuesto. La cara del acordeonista queda velada por el humo de su cigarrillo, que mantiene entre sus labios con una curiosa destreza. Se cruza conmigo una chica joven con su galgo. El Teatro de Títeres está completamente vacío, aunque yo veo al señor con barba blanca que manejaba los hilos de aquellas historias que daban tanto miedo a mi hija. Los castaños amarillean, pero la mayoría del resto de árboles aún no. Como los chopos, que se mantienen muy verdes, dispuestos a vibrar como en las riberas de los ríos de Castilla. Una mujer con un bolso rojo pasa a mi lado. Su manera de caminar me resulta extrañamente familiar, como si la hubiera conocido en algún momento de mi vida. Al llegar al lago un trompetista interpreta La Cucaracha. Un grupo de niños van en fila, acompañados por varios profesores. En el lago hay barcas con parejas. Un hombre y una mujer jóvenes se abrazan apoyados en la barandilla y sonríen a punto de ser fotografiados, como esa chica con una gorrita azul, que utiliza este incómodo palo largo de moda para un autorretrato. Veo a tres o cuatro parejas en sus barcas, y me fijo en que son ellos los que reman, pero no hay que extraer consecuencias con pocos datos. En efecto, más allá es una mujer la que rema, y una madre lo hace con mucho esfuerzo, porque ha de atender a sus dos hijos pequeños. Una empleada municipal recoge las papeleras y deposita su contenido en una camioneta. Un hombre de mediana edad camina delante de mí, cojeando, apoyándose en un bastón.