martes, 30 de junio de 2015

Sommières

El repartidor del Midi Libre me saluda levantándome la mano con alegría. Yo lo he confundido con el cartero: vaya error, porque el cartero va en una bicicleta amarilla, no en moto. En el puente me cruzo con dos personas, que se paran un momento para ver cómo los patos dibujan su ruta sobre el Vidourle. Las aguas del río son plateadas, y a lo lejos se ve el molino. El Café du Commerce, cómo no, ya está abierto, y algunos parroquianos toman café como si meditaran. Echo tres postales en el buzón que hay justo debajo de la puerta de entrada. La Rue Marx Dormoy empieza aquí y fue edificada aprovechando los pilares del puente. Los vencejos cruzan la calle por entre los aleros de los edificios. A las seis y media se apagan las farolas. Pasa a mi lado un ciclista, y enseguida caigo en la cuenta de que dentro de unos días va a empezar el Tour. En la Place Jean Jaurès hay una actividad pausada, pero insistente. Trabajan casi sin hacer ruido, un arte sigiloso que se puede aplicar a lo que se hace con gusto. Montar el mercado de los sábados es un actividad que requiere precisión. Desde la Rue Paulin Capmal llego a la Place des Docteurs Dax. Es una plaza magnífica, porticada, que alcanza su máximo esplendor cuando se llena de tomates, de calabacines, de ajos, de pan, de queso, de esa inconfundible calidad de los productos franceses. Me desvío por la Rue Narbonne, que está desierta. La luz llega desde no se sabe dónde para resaltar la pátina de los edificios, que parecen sacados de siglos remotos. Un gato cruza la calle. Los vencejos y las palomas me acompañan. Una adelfa sobresale por encima de una tapia. Aquí las adelfas son laureles rosados. Cómo no recordar de golpe el jardín de la casa de mi madre, en la lejana Mallorca, en donde forman pareja indestructible un laurel y una adelfa. Fotografío un gato pintado en la pared y desemboco en la Rue General Bruyere, que empieza a llenarse de paradas de frutas y verduras. Una mujer da de comer a un gato en el alféizar de una ventana. El gato ha dejado de maullar. Los colores de las verduras entran por los ojos con una fuerza majestuosa. Qué tomates tan rojos. Es un rojo de verdad, y por debajo de la piel no hay engaño alguno. Bien lo sé yo, que los disfruto cada día. Llego a la Quai Frédéric Gaussorgues, que se llenará dentro de poco de puestos de ropa. Se oyen las campanadas de las siete. El reloj está situado en la puerta medieval, al lado del Hotel de Ville, en el puente. Los plátanos son imponentes. En Allée Frédéric Mistral se venden libros a dos euros, justo donde empieza la zona de los objetos de otro tiempo, pero no de tiempos tan lejanos, ya que, por ejemplo, esa heladera mecánica es bien parecida a la de mi abuelo. La sorbetiere se vende a 70 euros.  El baratillo es un rastro de calidad, y se llama de ses puces, como el de París, si no recuerdo mal. Los rayos de sol, filtrándose entre las ramas de los plátanos, llegan cargados de dulzor a los objetos de todo tipo que se suceden ante mí como si estuviera viajando por un paisaje de la memoria. Hay muñecas, botellas barrocas y modernistas, molinillos de café como el de mi abuela paterna, candelabros, espadas, figuras de cerámica, candiles, máquinas fotográficas, coches en miniatura, zuecos, fotografías antiguas, manteles como los que bordaba mi madre. Llego a la plaza de toros, que debe de ser una de las pocas que tienen todos los asientos a la sombra. Y no una sombra cualquiera, sino una sombra de primera calidad: la que proyectan los plátanos situados en todo el perímetro de la circunferencia. Me detengo un instante, me doy la vuelta y miro la explanada. Y me voy hacia el río, y en el puente me detengo para oír el alivio del agua del Vidourle, que hoy está tan calmado, sin que su placidez pueda anticipar la fuerza de su empuje brutal, en las inundaciones que tantas veces se han producido, como la más terrible de todas, la de 2002. Miro bien el cauce, deleitándome en su centro iluminado, que contrasta con las dos laderas, en donde se reflejan los árboles produciendo una densa oscuridad. Hay cinco hileras de plátanos, cinco. Dos pescadores preparan sus aparejos. Han traído dos cómodas sillas para disfrutar del café, que sacan de un termo, ceremoniosamente. Han venido a pescar, pero sobre todo han venido a disfrutar de este lugar cariñoso. Dan las ocho en el reloj. Se oyen las campanadas, secas, vivas, cargadas de avisos: el mercado está a punto de abrir de verdad, y yo voy a regresar a casa a despertar a Anna, porque ya es la hora de tomar nuestro primer café en el Café du Commerce o en la amable terracita de la Place Jean Jaurès.