domingo, 19 de julio de 2015

El barrio más cosmopolita de Palma

Ayer por la mañana, mientras tomábamos café en la terraza de uno de los agradables bares de Calanova, que se abren al mar como si fueran inesperados miradores, me di cuenta de las muchas ciudades que hay en Ciutat, tan distintas las unas de las otras que casi no se parecen en nada. Entrando en Palma desde Marratxí, y atravesando la ciudad hasta Cas Catalá, observamos una diversidad de ambientes que hace casi incomprensible que estemos en la misma ciudad. La zona de Calanova y Sant Agustí es un barrio cosmopolita que tiene una personalidad inconfundible, una vez que uno lo ha conocido. Y hay que precisar una vez que uno lo ha conocido, porque una primera impresión es en este caso equívoca, por el desorden que de golpe salta a la vista, aunque el desorden es una de las características de Ciutat, como todos sabemos. Así que el desorden urbanístico que nos asalta en Calamajor parece predisponernos a una repetición de lo mismo, pero desde Marivent hay atisbos de voluntad de un orden que no acaba de cuajar del todo, porque hay casas deliciosas y edificios muy bien diseñados, que conviven, qué remedio, con horrendas edificaciones. Así que al llegar a Calanova nos damos cuenta de que es un lugar diferente a lo que hemos dejado atrás, y aún más Sant Agustí, que asciende por una pendiente más que considerable, con su torrente cuya memoria es la vegetación frondosa de un cauce misterioso, que incluye pequeños cañaverales que nos arropan con el murmullo de la brisa. Pero lo que le da personalidad al barrio es su cosmopolitismo, que descubrimos al formar parte de la vida que se vive aquí. Hay ciudadanos de muchos países, sobre todo británicos, y se tiene la sensación de que se trata de un lugar en el que la convivencia alcanza unos niveles de simpatía entre los unos y los otros que puede incluso sorprender, teniendo en cuenta que en Ciutat la simpatía en el trato es un bien escaso, por no decir casi inexistente. En los bares de Calanova se conversa sin las cortapisas del centro de la ciudad, en donde es infrecuente que haya charlas espontáneas entre los hombres -más entre mujeres, sin duda-.  En un mismo bar se celebran los goles del Manchester United -en el televisor de más acá- o del Atlétic o del Mallorca -en el televisor de más allá-, o simplemente no se celebran si uno no quiere. Uno de los termómetros más elocuentes acerca de la espontaneidad de las personas que viven en un barrio es el número de personas concretas que podemos conocer por su nombre, y que intercambian afectuosos saludos con nosotros por motivos diversos: por ser parroquianos de un bar, de una verdulería, o de una peluquería. Ahora que se estila, en el centro de la ciudad, ese trato basado en una educación formal que roza la cursilería y que no delata más que un protocolo de humanidad hueca, uno desea ser considerado como una persona con la que sea posible establecer una relación cordial que a veces incluso puede rozar la amistad. Así es la relación con Jose, mi peluquero, o con Donka, la camarera de mi bar preferido, o con Carol y sus amigas, que pasean sus perros como si fuera un ritual placentero y no una necesidad. Cuánto daño hace a la relación de un ciudadano con el lugar donde uno vive esa propensión a caminar por obligación, para estar más en forma, o para adelgazar, o para tener una vida más sana. Bien está que así sea, pero la ciudad está para pasear sin una finalidad concreta, tan sólo por el mero placer de hacerlo, y para terminar tomando un vino blanco o una cerveza en el Bar de los Ingleses. Ah, quién habló de la soledad protectora de la naturaleza y de sus efectos benéficos. Fray Luis de León nos legó poemas memorables, sin duda, y cada uno de nosotros ha deseado alguna vez ese retiro milagroso para gozar de las maravillas de la naturaleza. Yo también, cómo no. Pero ahora prefiero el contacto con la ciudad, esta propensión a demorarme en las cosas concretas que se apoyan en un lugar determinado, y que quizás sea el resultado de la construcción de la experiencia de cada individuo. En este lugar no resulta nada difícil bajar a las rocas para ver la amanecida, o el atardecer, y luego subir a la calle otra vez y tomarse un café en el bar de al lado, como ahora mismo. No hacen falta demasiadas cosas para vivir. Y algunas de las mejores son casi gratuitas. Mi amigo Bili viene andando muchas veces desde su casa, que está a más de una hora, para darse un baño y regresar después con esa tranquilidad que le caracteriza. Uno se deja llevar por ensoñaciones reales o imaginarias. Durante la conversación, Ana recuerda el Caribe y yo un aguaducho de Alonso Martínez, de Madrid, en donde, con Jacinto y Roberto, mis entrañables sufridores de la pensión de Cuchilleros donde vivíamos, empecé a entrever mi idea de ciudad. Cuánto le debo a aquellos tiempos legendarios de mi juventud: pienso sinceramente que de no haber vivido en Madrid no hubiera podido disfrutar ahora de este pequeño Greenwich Village de Ciutat.