jueves, 3 de septiembre de 2015

Blow-up

Azul cuatro tres nueve. Cambio. El Fotógrafo regresa en su descapotable después de fotografiar en el parque a una pareja de enamorados y de haber comprado una hélice en una tienda de antigüedades. En el parque he hecho una foto que rebosa paz, estoy harto de las fotos, quisiera tener montones de dinero para ser libre. Unos manifestantes con sus pancartas: Vota Paz, y no Guerra. Una calle muy larga, el número 39, una cabina telefónica de color rojo. Londres. La mujer fotografiada le alcanza en el instante de entrar en su casa, el número 39 de la calle solitaria, el estudio. ¿Una copa? ¿Por qué son tan importantes mis malditas fotografías? La luz era fantástica esta mañana en el parque. La vida privada de la mujer es un desastre, y las fotos acrecentarían este desastre. Tendrá sus fotografías, y siempre cumplo mi palabra. Suena el teléfono. Un discurso contradictorio del Fotógrafo. Esas cosas del cine de aquellos años, supongo. Preste atención a esto. Y suena una música. No, no se mueva. Y la mujer le pide un poco de agua. Coge la cámara y sale. No, no sale, no lo consigue. Cuando empiezan a desnudarse llega la hélice. Al menos dime tu nombre, tu número de teléfono. Y al irse, ahora sí, ella le dice Gracias. El Fotógrafo empieza a revelar el carrete. La luz roja. La lupa. El negativo. Una señal con el lápiz. La ampliadora. La cubeta de agua. Los dos enamorados en el parque. Las dos fotografías son observadas con música de fondo. Al acercarse con la lupa, se ve una cosa extraña cerca de la verja. Más fotografías, clavadas con chinchetas a la pared. La mujer corre hacia el Fotógrafo. Hay un misterio en las imágenes que no somos capaces de entender. Las fotografías en blanco y negro parece que no muestran más que las esquinas de la realidad. La habitación se va llenando poco a poco de las fotografías del parque. La pareja que se abraza. Y entre los arbustos alguien apunta con una pistola. ¿Nos lo imaginamos? El Fotógrafo llama a Ron y se lo cuenta. Ha ocurrido algo fantástico. Acaban de llegar las dos tontas que quieren ser modelos. Se visten con la ropa colgada, se desnudan y se pelean y quizás todo es un juego. Pero él, el Fotógrafo, sólo mira las fotos del parque. Hay que seguir revelando fotografías, o ampliando detalles. Su obsesión aumenta. Es de noche cuando sale del estudio y regresa al parque. Camina con precaución, a la búsqueda de lo que le hace descubrir el sentido de la fotografía. Hay alguien tendido detrás de un matorral. Es el hombre que se abrazaba a la mujer. Pero el espectador recibe un aviso: lo que ve el fotógrafo es únicamente lo que imagina que ve. Regresa a casa. Música. Ésta es la escena que recuerdo, cuarenta años después, cuando vi la película por primera vez, en Barcelona. El concierto en el que uno de los ¿músicos? rompe la guitarra es un absurdo revuelo de marihuana, una mentira ridícula. Todos aquellos, si se miran retrospectivamente, se reirán de sí mismos hasta la extenuación. El cine de aquellos años es de una ingenuidad que hoy en día me sorprende. Entonces no me daba cuenta, por supuesto. Ahora sé que la película avanzará sin remedio hacia la gran escena final del partido de tenis.