sábado, 30 de abril de 2016

El molino que se refleja en una nave metálica de color rojo

Lo que antes eran los arrabales ahora son los polígonos industriales. No son equivalentes. La equivalencia tiene que ver tan sólo con la ubicación. Un polígono es un conjunto de paralelepípedos cuyo desorden está atemperado por los colores de las fachadas y de los anuncios. Camino por uno de ellos con Óscar, que olisquea sin sacar nada en claro: sólo hay polvo de lo que dejó de ser este sitio hace algunos años. En un gran solar a la izquierda hay un aparcamiento donde descansan centenares de coches, antes del duro trabajo veraniego. Las acacias colocadas en la acera parecen pedir auxilio. Medran como pueden, olvidadas. El Ayuntamiento las sembró y ahí están, como guardianes sin medios para subsistir. Peor están las de una calle más céntrica, de donde las extirpan. Lo dicho: el Ayuntamiento es temible. Es tal el rigor aniquilador de un polígono industrial que lo que sobrevive está fuera de lugar. Era su sitio antes, pero no ahora. Este molino detrás de la valla parece un recuerdo. Se refleja en la gran cristalera del mayor paralelepípedo. La fachada de color rojo y la cristalera con el molino reflejado son una performance del atardecer. En este polígono confluyen los requisitos del olvido sistemático, sin que en su lugar se haya instaurado nada. De repente cruza la avenida un hombre en bicicleta. Él sabrá a dónde se dirige. Un poco más allá veo un cañaveral, aunque quizás sea un espejismo. Dos hombres trajeados salen de un enclave misterioso, colocado entre el molino y el gran aparcamiento. Hay varios remolques que serán dentro de poco chiringuitos de playa. Anuncian Laccao, y las letras medio disueltas en la chapa son un regalo conceptual para algún artista rompedor de moldes. Noto unas gotas en la mano que quizás hayan caído del cielo, que es lo único que me resulta más o menos familiar. Aunque  esté tan lejos.