jueves, 14 de abril de 2016

Avignon

Caminando por Avignon, al atardecer de un día de principios de primavera, las campanas de la catedral empezaron a tocar con la gravedad de ese sonido majestuoso que parece anunciar el viaje que cada uno de nosotros ha de realizar inexorablemente. En aquellas calles del centro me estaba fijando en el ambiente de las librerías, que uno puede captar enseguida al otear desde la calle la atmósfera de recogimiento que proyectan, y que nos sugiere reflexión, y ese punto de orden que se necesita para pensar y sentir. Es una atmósfera en la que se nota que hay libros que están a la espera de ser leídos por un lector dispuesto a darse un festín de placer, quizás cuando uno ha superado ya un poco más de la mitad de la vida. Me gusta comprobar que este ambiente en las librerías de Francia permanece fiel a la magia de la literatura, y que simboliza el esfuerzo que hay que hacer para disfrutar con la exigencia de lo que está bien hecho. Mientras tanto, las campanas no cesaban de tocar, y su sonido nos acompañaba como si en vez de caminar por Avignon estuviésemos en una sala de conciertos al aire libre. Más que caminar, paseábamos desde el Ródano hacia el otro lado de las murallas, en donde habíamos  dejado el coche aparcado. Aquel sonido repetitivo, pero de una monotonía que tiene la capacidad de hacerme recordar el período de mi vida en que estaba sumergido de lleno en los ritos religiosos, provocó que saliera a flote una reflexión de Pascal Bruckner según la cual el sonido de las campanas de una iglesia católica es, para los que nos hemos alejado de su Credo, la constatación de que nunca dejaremos de ser cristianos de alguna forma. Es un pensamiento que me sobreviene a veces desde que me enfrenté racionalmente a la necesidad de situarme frente a frente con la idea de la trascendencia de nuestra vida, que ahora prefiero situar en el mundo, y no en un más allá lleno de sombras. ¿Acaso no es perturbador constatar que lo que vivimos no puede ser borrado nunca del todo? ¿Es sólo perturbador, o hay algo más? ¿Es un consuelo que nuestro pasado permanezca ahí, y nos constituya, por mucho que ahora seamos completamente diferentes?