sábado, 29 de noviembre de 2014

Dibujar con un palito de madera

Cualquier pueblo es un montón de historias incompletas. Nos las contamos, sentados a la mesa de la cocina de Rosa y Jaume, tan acogedora, mientras afuera es de noche y llueve mansamente. Mis historias son sólo esqueletos pendientes de un cuerpo que los complete, y Rafel, que ahora vive en el pueblo, las rellena con lo esencial. Ahora ya todo se explica, todo tiene su curso en una maraña de acontecimientos que desvelan lo que estaba oculto. Nada es como quisiéramos, y los recuerdos se desvanecen en nostalgia, y esto nos lleva a una situación insostenible, porque los hechos son los hechos, y la poesía debe de ser fiel al espejo en el que nos hemos de mirar con valor, y libertad. Un espejo en el que se reflejan las arrugas y las convicciones y los meandros de las claudicaciones sucesivas. ¿Raymond Carver en vez de Juan Ramón Jiménez? Quizás, pero no siempre. La verdad no es fea ni hermosa, sino compleja: el comportamiento de las personas humanas casi no se puede expresar sin un componente de infinita comprensión, y aún así no es suficiente. Qué queda de aquel niño que jugaba con nosotros; que buscaba caracoles en el corral de su casa y dibujaba mundos imaginarios con un palito de madera sobre la arena de la cuneta acumulada después de la tormenta. No había alcantarillas, y aquella arena que arrastraba la lluvia era un tesoro, un lienzo en blanco para tejer en él los mundos invisibles que había más allá de las montañas y del mar. ¿Dónde está la vida verdadera? ¿En la nostalgia que nos invade en la madurez o en la desmitificación de los recuerdos? ¿O en un todo multiforme que se desvanece en las sombras, mientras cada uno de nosotros se agarra con fuerza a esta madera que flota en la memoria y a la que podemos agarrarnos y que así, no por milagro sino por la fuerza de la voluntad, nos salva?