Qué personaje, Edgar Neville. Hijo de aristócrata, no dejo de imaginármelo como el marqués de la película, con su melancólico afán por vivir como un madrileño más. Veo al director entre los personajes, lo veo deslizarse por las calles, tocar el organillo, recrearse en las conversaciones de Rufino y de Marcelino, de los niños que buscan las pesetas necesarias para salvar a su perro. Cómo no van a poder salvarlo. El hijo del marqués les ayuda. Y la despedida a los caballos es quizás una de las despedidas más memorables que he visto en una película de cine: la emoción fluye por debajo, como si nos fuera dada con unos gestos muy sencillos, o con un leve parpadeo.
Y también hay mucha tragedia sugerida, mucho dolor que apenas se esboza, entre tanto gracejo y alegría de vivir. A veces nos gusta una película que antaño nos hubiera parecido vagamente costumbrista o superficial. Sin embargo, con el tiempo apreciamos lo que hemos aprendido con mucho esfuerzo, como si ahora fuese un regalo de la vida. Como el blanco y negro de Mi calle, a cargo de José Fernández Aguayo, el gran director de fotografía del Buñuel más memorable, el de Tristana y Viridiana.
Y también hay mucha tragedia sugerida, mucho dolor que apenas se esboza, entre tanto gracejo y alegría de vivir. A veces nos gusta una película que antaño nos hubiera parecido vagamente costumbrista o superficial. Sin embargo, con el tiempo apreciamos lo que hemos aprendido con mucho esfuerzo, como si ahora fuese un regalo de la vida. Como el blanco y negro de Mi calle, a cargo de José Fernández Aguayo, el gran director de fotografía del Buñuel más memorable, el de Tristana y Viridiana.